miércoles, 9 de agosto de 2017

El Joven Sármata ©

 MAR NEGRO

 Sentado en la ladera de esta montaña se pintan las nubes de púrpuras y cúmulos rosáceos. El tallo de una margarita desprende en mi lengua ese mismo ácido primaveral mientras sus pétalos giran azarosamente frente al lienzo de pálido azul que todo el orbe, en este instante, cromara.
 La mente se asombra ante sus propias contradicciones. No hace ni una hora, acallada, reducida a su función animal, guiaba al cuerpo que asolaba, junto a mi partida de guerreros sármatas, un campamento de escitas a orillas del Mar Negro. Nuestra reina, Amagê, nuestra última gran amazona---tal la describirá el macedonio Polieno---había dado la orden de parar las incursiones de los escitas en el protectorado sármata. Al frente de ciento veinte hombres y mujeres habíamos esperado a las primeras claridades del alba para anular la guardia y pasar a cuchillo a todo lo que por allí se moviera. Mi armadura de escamas reflejaba los primeros rayos deslumbrando a los incautos que llegaban a abrir los ojos a nuestros gritos. No bajé de la montura. Lanceé a diestro y siniestro ensartando a una docena de escitas sin que su sangre alcanzara a mi caballo. Siempre a mi lado, una guerrera con el lazo caminaba ojo avizor por si algún escita consiguiera montar su caballo. La sorpresa fue total. Di la orden de no dejar con vida a nadie, ni rebaño, ni pastores, ni siquiera a las prostitutas que aquellos desgraciados habían traído cautivas desde la Parthia.
 Ahora, sereno, las aguas del Mar Negro me sonreían clamorosas bajo el sedoso festival de colores del atardecer. Allá enfrente, horadando el ramaje del bosque, los últimos fuegos del sol anunciaban mi reposo. Todo se hacía presente, ningún recuerdo, ningún anhelo, toda la inmanencia de estar vivo en ese momento, un atisbo de eternidad. Y sin embargo, al ir hacia el sueño, presencias familiares de antaño acuden a velar el reposo del sármata, una vez más.
 Ahí, en un rincón, eleva su alma a Inana la vieja Bilhika rogándole proteja a su descendiente, al joven guerrero, como antaño en la región de Aratta hiciera por su esposo e hijos cuando la presión de otros pueblos iranios impulsó a toda la tribu del Jiroft a buscar en sus carros nuevas tierras donde establecerse. El fuego de una hoguera cercana ilumina el fieltro de la tienda donde Respentia concilia los restos del día con el sueño. La sombra de su abuela materna, Bilhika, susurra en imágenes los trabajos de sus ancestros, una forma de oración que infunda en su nieto la protección y la fuerza de todo árbol genealógico para llevar a buen término las empresas de su tribu. 
 El trigo escita que antaño alimentara a las gentes de un vasto territorio que se extendía del sur de las tierras del mítico Caucas al centro de la vieja Assuwa (que hoy llaman Asia) ya no era, así que sobrevivir en la estepa póntica del pastoreo nómada hasta volver a asentarse en modos de producción más sedentario iba a exigir a los sármatas un gran esfuerzo bélico.
 Hacía un rato, una joven guerrera a mis órdenes, Erkana, había improvisado un canto a la llar del fuego cuando ya el vino y la carne reponían nuestras fuerzas. Traía consigo un extraño instrumento que ella misma había fabricado de un tronco caído allá en su hogar, en las riberas del Don. Con tripas de jabalí, con clavijas de madera fijadas al borde de aquella suerte de caja cóncava, Erkana hacía vibrar el aire cálido de la noche con su voz, con sus dedos que hábilmente rasgaban los elaborados restos de las entrañas de un animal. Los compañeros de la hoguera se dejaban caer en la melancolía del recitado añorando los tiempos tranquilos junto al río en que el pasto de sus ganados era la única preocupación. Y pensar que sólo un momento antes Erkana enganchaba con su cuerda el brazo armado de un escita que había conseguido cabalgar y venía dispuesto a clavarme la lanza en la espalda desde su montura. Me dio tiempo a ver el fabuloso escorzo de su caballo que relinchaba salvaje por la tensión de las riendas. El jinete le daba salida hacia su izquierda por detrás de la grupa de mi caballo una vez lanzara el arma. Giré como el rayo aprovechando la inercia para cortarle el brazo al escita de un tajo y degollarle después por la nuca en su abatimiento. Erkana hubo de desenredar la cuerda de lana endurecida a lo que quedó del brazo. Desde el suelo, de rodillas, vigilante trescientos sesenta grados en mitad del fragor. Sólo me dio tiempo a asentir en señal de deuda. 
 Al sentir el alicaído silencio de sus compañeros, Erkana cejó en su canto. Aquellos, sumidos en sus recuerdos, recostados en sus esteras, parecían estar muy lejos de allí. La joven guerrera se acercó a uno de los carros y dejó el extraño instrumento. Al cabo de un rato volvió a la hoguera provista de una suerte de tambores a base de madera y pieles curtidas. Los dispuso alrededor de ella y con dos pequeñas estacas empezó a golpear sus artilugios con tal destreza y ritmo que sus compadres de campaña no pudieron sino salir de su ensimismamiento, beber de nuevo el vino del odre viejo y brindar por seguir vivos un día más. Al poco, todos ellos, unos quince guerreros, saltaban, danzaban, aullaban alrededor de aquella hoguera. Fue el momento que elegí para retirarme a la tienda. Decidí no imponerles límite a su celebración. Ya había enviado jinetes en un perímetro de guardia lo bastante excelso para no tener sorpresas. Mañana pasaríamos el día cabalgando camino de nuestra próxima incursión. Tal como Amagê había dispuesto, seguiríamos masacrando los poblados de la zona hasta que Irkurstia, el príncipe escita desobediente, diera señales de volver al redil: pagar su tributo a la reina.
 Estábamos cerca de Olbia. Esa plaza sería más difícil de asaltar, mucho más. Amagê, nuestra reina, la que había conseguido imponerse a los colonos griegos y hacer de Tanais un emporio comercial de pieles y esclavos para toda la laguna Meótides---mar de Azov---juró que se encargaría personalmente del príncipe rebelde cuando sus guerreros lo trajeran. Sabíamos cómo funcionaba aquello: llevaría a Irkurstia a la isla Alopecia---tal Estrabón la bautizara---y en duelo justo, a espada, lo mataría en presencia de súbditos propios y ajenos, de colonos griegos y no griegos, pues allí, sármatas, cimerios, escitas, carios o lidios traían el vino y la cerámica de otras latitudes. La reina decidió que así sería cuando depositaron la cabeza del heraldo que envió al joven e inexperto príncipe para exigir el tributo. La dejaron en la puerta de su tienda. Y todos sabíamos cómo peleaba Amage con la espada. Era leyenda entre nosotros su relación con esa arma. Pidió de muy niña el ritual de extracción. Tal era su obsesión que cedieron sus progenitores y fue llevada al bosque en día de tormenta. En efecto, un rayo bendijo aquella espada y la entonces niña fue capaz de extraer el arma de la roca no sin antes hacer sangrar sus labios de tanta determinación. Cuentan los mayores de verla en los campamentos blandirla el día entero a un lado y a otro, arriba y abajo sin más tutela que lo visto a los guerreros en las escaramuzas o en las batallas de más cuerpo con otras tribus. Verla combatir era contemplar una danza magnífica de ritmos y espacios ajustándose con precisión al ataque y a la defensa. Ese rigor, dicen, lo vio en la armonía de movimientos de la legión romana. Las legiones habían llegado a territorio sármata tiempo atrás buscando someter grandes áreas que hicieran de parapeto frente a parthos, medos o sogdanos. Tuvo oportunidad de ver combatir a sus padres y hermanos contra el Imperio, y aunque los jinetes sármatas impresionaron a los romanos por su maestría y por la vertiginosidad de sus ataques, Amagê quedó deslumbrada por la ordenada y efectiva obediencia de los legionarios. A mis ojos, Amagê, como guerrera, representaba una perfecta simbiosis entre Oriente y Occidente en sus destrezas tanto a pie como a caballo.


 Bilhika balbuceaba de vez en cuando alguna sílaba. Oraba, seguía allí entre lo real y lo irreal comunicando a Respentia, su nieto, con los ancestros. De alguna manera lo trasladaba a las estepas en que, de niño, seguía a sus padres como estos seguían a sus inmensos rebaños en busca de pastos. Él, Enkibar, oteaba constantemente los flancos cuando atravesaban tierras cercanas a los escitas. Ella, Amaní, cerca en su montura, un precioso tarpán estepario de crines amarillentas que habían conseguido domesticar, no quitaba ojo del rebaño. Al igual que sus poderosos mastines caucásicos, capaces de hacer frente a lobos e incluso a un oso, la mujer vivía en piel la necesidad de aquel rebaño: vestidos, calzado, alimento, la tribu dependía de él para sobrevivir. Si los buenos tiempos lo permitían, asentarse y cultivar el trigo, elaborar una cerámica doméstica rudimentaria, o cestas, cuerdas, lazos de batalla, lanzas, utensilios de madera, viviendas, un poblado incluso, una herrería en que forjar espadas y azagayas.

 Otros grupos se habían establecido definitivamente hacia el noreste y el oeste del mar Euxino creando poblados con alguna forma de defensa, muros de piedra o de madera. Enkibar y Amaní, cabecillas de la tribu, seguían buscando el lugar adecuado. Enviaban a veces exploradores a tierras lejanas, jóvenes temerarios con afán de aventura y gloria entre los suyos, pero también sármatas más ancianos, como el átharvan Crulen, bebedor del viejo Haoma iranio, la planta dios que el sol filtrara para sus iniciados. Crulen llevaba años vagando por montes y llanuras tanteando cielo y tierra como los shamanes del este, el punto exacto de equilibrio entre los distintos pueblos iranios dispersos desde Mesopotamia al Asia Central, desde Osetia---el Cáucaso---al Ister tracio que los primos escitas llamaban danu nazdya---Danubio, la fertilidad de las tierras, la bonanza de los climas, el hogar añorado. 
 --- La línea que tu mente dibuja entre la vida y la muerte no existe, mi querido Respentia. Y desde ahí, jovencito, la abundancia es infinita, todo es tuyo. Elije bien---, decía una noche el viejo junto al fuego.
 Siendo apenas adolescente fui uno de aquellos exploradores, medio heraldo medio espía, que se aventuraban más allá de los límites fronterizos de los que los mayores de la tribu tenían constancia. Me presenté voluntario si bien, Enkibar---yo sólo tenía quince años, aún si ya había guerreado por necesidad---se las arregló para que el viejo Crulen me acompañara.
 El estuario del río Borístenes---Dniéper---había sido explorado por los milesios mucho tiempo atrás. Crulen me contó que la isla de Berezán, en la desembocadura, fue de los primeros emporios que fundaron en el Mar Negro, el mar hospitalario. Decía el viejo de la habilidad de aquellos valientes jonios, no sólo para sobrevivir y fundar colonias que aprovecharan la riqueza natural de la región, sino para mediar entre los persas, refinados, y los brutales escitas conservando la vida. Lograron comerciar conectando Oriente con el Mediterráneo occidental. Berezán vivió de la pesca del esturión, del salmón, del sábalo y la perca. Esto permitiría a la polis desarrollarse hasta abastecerse del trigo escita y empezar a comerciar. 
 La orden era atacar a los boristenitas de Berezán. ¿Sería necesario atacar Olbia para ello?O Miletópolis, como la llamaban los griegos. Sí, de joven recorrí aquellas tierras con Crulen. Los escitas mandaban trigo a la región desde un radio de quinientos kilómetros. En principio sólo debíamos preocuparnos de un mal encuentro con los persas (que ironía, nuestros ancestros y de los escitas), administrados ya por entonces por los macedonios que el Gran Alejandro dejara en su periplo por el mundo conocido. 
 Crulen me hablaba mucho del gran macedonio, de cómo hubiera llegado a océano abierto más allá de las tierras del Hindu si su multiracial ejército le hubiera apoyado. Pero Crulen también me hizo ver que sin esa masa de hombres, anónimos la mayoría, capaces de recorrer continentes a pie y someter imperios, aquel espíritu inmenso se hubiera desvanecido incluso antes de creerse una divinidad bajo el influjo de los sacerdotes egipcios. Crulen me hacía ver la forma en que distintas fuerzas confluyen e interactuan destruyendo el mundo caduco, creando uno nuevo como si un designio superior les diera cuerpo y voz.
 El viejo átharvan y yo, el joven sármata admirador de Alejandro, dormíamos en riberas acolchadas por la hierba alta y los juncos ocultos de cualquier jinete en la zona fluvial donde las mareas no traían su sal. Cuando el frío, en invierno, remontábamos el Dânn---así llama mi pueblo al Borístenes de los milesios---a la busca de mejor abrigo. El viejo se quedaba a veces absorto mirando el paso del agua. Enkibar decía que el viejo Crulen solía escaparse con sus hijos y nadar en el río las noches de verano. Al parecer, una salvaje razia de piratas ilirios, que rara vez asomaban tan al este, arrambló con carros, enseres, animales y con todo aquel presente en el campamento.
 Le brillaban los ojos en la noche cuando a orillas del río revivía la felicidad de aquellas veladas con sus hijos enseñándoles a no temer la noche y a distinguir las constelaciones del cielo, a sentirse protegidos por ellas, las estrellas. Cuando lo perdió todo tras la razia, desapareció de la tribu durante años. Nadie supo nunca por dónde anduvo, pero a su regreso dio muestras de conocer los secretos de las plantas y los árboles con los que curar las heridas y a los enfermos, los secretos de las estaciones y la tierra para el pastoreo y la siembra, los secretos del cielo para augurar las migraciones. Lo más asombroso, entendía la lengua de todos los pueblos con los que la tribu se tropezaba, conocía arcaicos vocablos de la cultura de Usatovo, de los túmulos de ocre, incluso del macizo de Altái y el Ural (la cultura de Andrónovo, me dijo) ya desaparecidas, o de lenguas más recientes de hititas, casitas o del reino de Mitani en la Mikrá Asía---Anatolia---, de cimerios, de escitas, "parientes lejanos" decía él.
 A solas con el viejo, le veía reverenciar a la diosa madre. Para ello, en ciertas fechas buscaba una arboleda, buscaba círculos naturales de árboles donde sentarnos en el centro y quedar en absoluto silencio hasta sentir la vida de la madre hirviendo con todos sus sonidos en tu sangre. Recuerdo tener visiones al alcanzar ese trance, animales poderosos que salían de mi frente y acechaban en el bosque, serpientes, linces, águilas.
 Crulen me pedía que no le contara a nadie sobre esa forma de culto:
 ---Hace mucho ya, mi querido Respentia, que los dioses patriarcales de tus ancestros indoiranios, al ocupar las llanuras fértiles, se impusieron a la veneración por la madre tierra que los antiguos pobladores, tribus agrícolas, profesaban hasta el punto de convertirla en diosa. Conocí a un viejo kurgan, así se hacía llamar en la cultura de los túmulos de la que decía provenir. Vivía en una cueva en los Karpaty---Cárpatos---. Me habló de unas gentes que cosechaban en pequeños poblados donde mujeres y hombres gestionaban por igual la vida de la comunidad. Decía que fueron los primeros en dominar la equitación y construir carros para trasladar el grano. No sabían del bronce y por ello fueron asimilados, cuando no esclavizados o aniquilados, en las sucesivas oleadas de los pueblos esteparios.


 Sí, Olbia y sus boristenitas serían difíciles de amansar. El río Hypanis---que hoy llamáis Bug--- la protege por su flanco izquierdo. Cómo hacer una incursión con tan pocos hombres en la capital agrícola de la zona. Además, había que evitar primero que enviasen mensajeros a la isla de Berezan, el enclave original, pidiendo refuerzos. 
 Olbia, de grandes murallas y blancas torres albarranas en su lado oeste, quedaba muy lejos de Roma. El Imperio había confiado a Amagê la circulación del trigo y el vino y su correspondiente cuota vía Bósforo para la creciente capital del mundo conocido.
 Consulto a Bilhika adormecido en mi tienda. No hay hogueras ya, su sombra es la noche misma. Me miran sus ojos tristes buscando en mi mente una respuesta a tanto acertijo:
---Atacarás con cien sármatas, Respentia. Enviarás diez a la desembocadura del río y otros diez a la ruta hacia Borístenes para cortar cualquier atisbo de ayuda entre esta y la isla.
 Bilhika se mecía sin apartar sus ojos de los míos. Seguía orando a Perún, nuestro dios sol, el fuego nocturno que ilumina las serpientes tatuadas de mis guerreros en el ardor de la batalla, el mismo que empuja a Erkana y sus compañeras a matar al enemigo pues es costumbre de mi pueblo que las mujeres no deben perder la virginidad hasta haber sesgado la vida de un guerrero enemigo. Saben los romanos que estas amazonas iranias no forman familia hasta ese momento, motivo de más para no dejarse matar por una de ellas.
 Los romanos tienen a cinco mil jinetes de nuestra casta en tierras lejanas combatiendo a los bárbaros de allá. Britones, escotos, pictos, dicen. Por eso saben que nuestras guerreras devolverán su espada a la diosa que habita los lagos llegado el momento de procrear nuevos sármatas, como saben que lo mismo ocurre a nuestra muerte, conocen la calidad de nuestra orfebrería y nuestra destreza metalúrgica.
 Mañana ondearé el dragón de mi estandarte en Olbia. Bilhika me tranquiliza con su rezo silencioso:
---Lo que yo no pude y me angustiaba lo hizo mi hijo, o los hijos de mi hijo, o de mi hermana...La tribu entera fue en esa dirección pues su espíritu nos trascendía, querido Respentia. No sufras pues, ni por Olbia ni por tus cinco mil hermanos en Britania, ni por la alianza con los alanos en la Capadocia. No sufras, pues está ya en tus descendientes el impulso de un único destino, el nuestro, mi estimado Respentia.
 Así me hablaba meciéndose en las sombras.

VALENTIA

 Veníamos de Tiro y navegábamos hacia la Tartéside cargados de ánforas y monedas para comerciar con los aborígenes asentados mucho tiempo atrás a lo largo del río Tartessos. Los griegos que iban con nosotros decían que aquella fue la primera civilización del Occidente, en los confines del mar Mesogeios, el mismo que al otro lado del mundo llaman Mar Blanco por diferenciarlo del Mar Negro.
 Una atroz tormenta de verano nos pilló desprevenidos destrozando el mástil de cedro de mi Gaulos, nuestro barco mercante. De madera de encino y ciprés, de pino y del abundante cedro de nuestra tierra, su resistencia al mar bravo era proverbial en el mundo, envidia de griegos y egipcios. Su color ennegrecido por la brea con que los calafateábamos era seña de identidad en el Medi Terraneum, el Gran Verde que le dicen los egipcios, y más allá de las Estelas de Heracles e incluso del Promontorio Sacro de la Finis Terrae hasta la Pretanniká que los romanos llaman Britannia. En su momento, preferí estas embarcaciones a los Hippoi, que requerían remeros, además de la vela, y un mascarón de proa al que dábamos forma de caballo, el pateco que nos distinguía como primera potencia marítima. Su menor coste me permitió armar con los años una flota considerable en los astilleros de Tiro. En esta ocasión, los grandes mercaderes del Mediterráneo que hacían de los dos puertos de Tiro el almacén del Gran Verde no quisieron pagar trirremes bélicos de escolta, por fortuna para ellos, pues hubieran sido inútiles y víctimas también de la feroz tormenta.
 A duras penas escapamos del mar adentrándonos por la desembocadura de un río al que desde entonces llamamos Tirio. El resto de la flota, dañada también, unos barcos la quilla, otros con el velamen de lino rasgado, pudo seguirnos río adentro hasta llegar sanos y salvos a un islote fluvial. Daba gracias a Baal por habernos permitido huir de la furia de Yam, el dios del mar, y salvar las cien toneladas de materias por nave que el calado de nuestros Gaulos transportaban. Yo, Ahinadab, como dueño de esta flota contratado por los mercaderes de Biblos, de Sidón, de Beritos, de Tiro y de medio mundo, me vi forzado por los dioses en un solo y terrible golpe de sus designios a establecerme  en un pequeño islote con unas gentes y unas mercancías de las que no era dueño. No podía regresar, jamás podrá pagar semejante deuda. Era hombre muerto. Pero esos desgraciados, esas mercancías, esos enseres y todos los materiales que habíamos conseguido hacer llegar aquí, a nuestra Tyris, nuestra pequeña Tiro, iban a ser nuestra salvación.


 Me siento a la orilla del río. Es de noche y los recuerdos invaden hasta la nostalgia. Meso mi barba sin darme cuenta al revivir la tersa y cálida piel de mi mujer, Adama, en noches como esta, las risas de mis pequeños trasteando por la casa junto al mar, no muy lejos del puerto norte.
 No quiso Ashtart, la que los egipcios llaman Ishtar, dejarnos solos en este islote. Al igual que ahora en esta orilla contemplo las estrellas con melancolía, vi en su momento a grupos de indígenas curiosear desde el otro lado en tierra firme. Un griego de nuestro grupo dijo que aquellas gentes debían ser los eisdetes de la Edetania que tenían diversas ciudades al norte de nuestro Tirios, de nuestro río salvador, y hacia el oeste en el interior. Me habló de un tal Edecón, un rey legendario que actuaba en nombre de aquella confederación de ciudades iberas en la comarca.
 Y así fue. Edecón se presentó con un séquito de guerreros entre los que aprendimos la existencia de ilercavones, sedetanos, olcades y contestanos amén de los propios edetanos de, según nos dijo el emisario de Edecón, Leiria, un viejo asentamiento sobre un alargado collado desde el que se domina la gran llanura que conduce hasta nuestra posición. Los guerreros de a pie portaban en su cinto la falcata ibera que ya viéramos en otras expediciones, similar a la espada corta romana, el glaudius, de mayor filo. Sus empuñaduras, decoradas con hueso o marfil, brillaban amenazadoras. Tenían fama esos guerreros en la lucha cuerpo a cuerpo. En cambio, los jinetes---el emisario alardeaba de que eran entrenados desde niño para asegurarse en la montura mientras usaban la jabalina---, a una cierta distancia por detrás, mantenían en calma a sus caballos.
 El emisario me explicaría que, desde algunas montañas cercanas a su ciudad, podríamos divisar otros poblados de la confederación como Arse, Sicana y Kili, o Saetabis y Dianium , más alejadas, pero que esta vez sólo habían traído la guarnición del fortín de la Atalaya de los Lobos---su pueblo aún conservaba en la memoria cuando aquellos animales subían allí a aullar a la luna, nos dijo---, cerca de aquí. Dijo así por precaución, presumiendo de más fuerza de la que en realidad tenían. Me pareció gente entregada al cultivo, a la ganadería, la urbanización y las artes más que al esfuerzo bélico, aunque capaces, si se les negaba comercio y diplomacia, de defender su modo de vida hasta el total sacrificio.
 Aunque nos alarmamos al principio, enseguida vimos que venían en son de paz. El emisario al que Edecón hizo cruzar las aguas para entrevistarme empezó hablando en una lengua recibida, según dijo luego, de la Tartáside. Supimos que era un heraldo por la piel de lobo y el caduceo con guirnaldas sobre la rama de olivo que le distinguían del resto. Logró entenderse, a duras penas, en la lengua de los romanos con un marinero griego de mi tripulación, un veterano de los mares de nombre Nautilus. Este, un recio focense descendiente de los fundadores de Massalia y Ampurias, explicó abiertamente nuestro caso, y nuestra intención de establecernos, siquiera momentáneamente, en el islote. Me gustaba el sitio, con acceso rápido al mar a la vez que protegido de sus violencias y, por lo que veíamos, bien comunicado de norte a sur y hacia el interior. Nautilus me traducía y quiero pensar, como buen griego que era, que con sus añadidos y gestos, corteses, diplomáticos, transmitía al emisario ibero y al rey la pacífica intención de quedarnos allí y colaborar con los edetanos.


 El rostro de Edecón, un hombre corpulento, reaccionaba complacido a las palabras de su emisario. Bajo la túnica púrpura, que recordaba las capas etruscas teñidas con el tinte de moluscos múrice del Medi Terraneum---bien lo sabíamos tras siglos de comercio, así que pensé que estas gentes habían tenido comercio con ellos, buena noticia---, el rey edetano alzaba a veces su brazo derecho señalando distintos puntos en el horizonte. Sí, íbamos a comerciar, íbamos a establecernos allí. Necesitábamos caballos. No traíamos esta vez, no se trataba de una empresa fundacional. Así se lo dijo Nautilus al emisario.

 En cualquier caso, los hombres de mi flota ya habían desembarcado prácticamente la totalidad de nuestros fletes con abundancia de madera, herraje, mampostería, telas, cerámicas y alimentos. Algunos empezaban a levantar viviendas y almacenes con piedra y argamasa, otras con fuertes postes de madera y con lino. 
 Hemos sido fundadores de factorías por todo este mar comenzado por Utica y Gadir, que nos permitió escala para llegar hasta Al-Magrib y levantar Tangis, Mugadur y Lixus, o la mismísima Qart Hadasht que los romanos llaman Carthago, capaz de enfrentarse de igual a igual con la expansiva Roma.
 Como dueño y jefe de la flota, intentaba alentar a mi gente con estas historias. ¡Cuántas bonitas poblaciones mediterráneas---Iboshim, Malaka, Motia, Malta---empezaron como nosotros construyendo campamentos costeros que sirvieran de escala para evitar la navegación nocturna y acabaron siendo emporios reconocidos por todos los comerciantes de un extremo a otro de los mares.
 Edecón, el régulo ibero, nos dejó con una invitación a visitar Edeta. Antes, nos traerían caballos y alguna mula. Según nos dijo el emisario, esos caballos vinieron, como sus ancestros, de tierra líbica. Nautilus, al oírlo, me explicó que los griegos llamaban a aquellas gentes los númidas, nómadas; yo, entonces, los asocié con los ver-reik, los bereberes que entraron por el sur y fueron conquistando esta costa de la Iberia. Claro, esos caballos  y sus carros habían sido montados por los hicksos que atacaron la tierra de los faraones. 
No me atreví a abusar de su buena disposición: los carros tendríamos que fabricarlos nosotros, lo cual significaba montar la herrería aquí en la pequeña Tiro.
 Visto que éramos todo hombres en el campamento, creí adivinar en el gesto del rey ibero, la mano en la barbilla, una sutil invitación a mezclar sangre fenicia y edetana bajo el auspicio de aquel poblado en falda y sus fértiles tierras. Pregunté al emisario sin rodeos si el gran rey había hecho eso con anterioridad. Sí, me habló de etruscos y griegos, de que en aquella ocasión el motivo fue la valiosa cerámica de Edeta.
 Sabíamos del enfrentamiento a muerte entre Roma y Carthago debido a la ocupación de la Magna Grecia por los primeros. Nautilus y yo debíamos andarnos con mucho cuidado de no provocar nuestra ruina ante la buena perspectiva de este primer encuentro. Al fin y al cabo éramos fenicios, aunque solo nos importara el buen comercio. No sabíamos en ese momento que la mujer e hijos de Edecón eran rehenes de los cartaginenses aquí, más al sur, en la Qart Hadasht que fundara Asdrúbal el Bello y que Edecón llamaría Mastia, su nombre ibero, la Carthago Nova de los romanos.

TO BE CONTINUED

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