se van los años de un trago,
se hace la espera cielo
de cruda justicia
en un querer pedigüeño
te tiene, su vino rancio
descansa el ahora
en una sencillez compartida
se ha alargado el cuello de amor salvajino. Veo por él mi techo
de estrellas, y en su titilar voluble
orgullosas tal el espíritu
de mis sueños. Allí,
donde mis caderas se abren, reposa la noche en una quietud
blanca
se ha adormecido la parra
en mi huerto, los pájaros le repican
que de tanto trino se embriagan.
Juntos, añoramos su fruta
me ha acostado la noche
entre las ramas. Mimosas
se yerguen por tocar
aquella estrella con su punta
se hace la parra memoria
fui por amor creado y destruido,
fui parto y deceso como fruta
que el viento dispusiera,
soy hija de cualquier semilla,
sacrificado insecto
el yo te ama porque eres,
sin nombre, sin ultraje, sin tacha,
sin la violencia infame
que te desmembró,
inmaculado recinto
es tu ausencia día acosado,
una falta de aire en tu costillar,
una herida tensa de mano virgen
hurgando en mis labios
me pinta el ahora un retrato
con trágico velo, el genio asoma
su alborotada barba,
su amarillenta bilis,
una anciana soledad
que el recuerdo atrapa, la piel terrosa acartonándose.
Y sin embargo dios
corazón en mano
me invoca tu nombre
de lunático conjuro, su sombra
evoca cuerpos perfilados
en su contraluz: altiva llegas
reconociendo mis ojos de vidrio.
Te sirvo la mesa
es mi inmundicia inframundo,
cuarto de revelado donde voltear
lo percibido, una alquimia
del subsuelo, vegetal magisterio
al que desciendes por libar
su savia, la justa dosis
que no quema. Duerme la bestia
de nuevo con su velo de musgo,
y en la copa del árbol escriben
las ramas sus mejores versos.
Galantes aves los cantan
en una liturgia de eternidad
vierte el poeta su vino
a los corazones dorados
lleva madre a sus vástagos
con devota entereza, alegría
y miseria en tí conviven
con difícil templanza en el oscuro
cuarto de las revelaciones.
Suben al ático por respirar
entorno, tierra húmeda
donde revivir la hierba.
Había sido su muerte dulce
dejándose hundir sin queja
en el secarral. Y besé sus labios
fríos de infinita paz.
Arriba ayudan las montañas
con su roca austera. Bebo allí
de su fecundo cáliz
va el poeta en su féretro
de absenta bañado, un príncipe
de vagabundos ebrios
de sinestésica glotonería,
la ardorosa digestión
de sus infiernos. Lo veo pasar
desde mi ventana, el viejo trasto
recuerdo al poeta joven olvidando sus versos al quemar la noche,
hiriéndose los pies por la calleja
gris, arrastrando la lengua
por un río de alocadas lenguas
impregna lo divino toda maestría
que el tiempo pervierte
en necesario giro: habrás de ver.
Y habrás de compartir,
aún si la mugre te ahoga,
aquellas noches de baile
con las viejas ruinas de los siglos,
el fuego verde que te ardía,
tu amante hecha de luz
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