domingo, 8 de septiembre de 2013

Elías yace, de El Libro de Elías ©



 Contornos, siluetas. Los pinos miran el barranco a ciegas,  negruzcos aún por las sombras. El velo de noche descubre el verde en su lento peregrinar hacia la luz. Las manos del rocío tiran de él, que no se levante, que las proteja de la mañana. Los primeros rayos, azafrán. Montañas y árboles vecinos refrenan esas lanzas de la alborada. Penetran el ramaje. El barranco se ilumina.
      
 Viajo en metro, el coche es un embrollo, acabas cansado. Menos trabajo para la mente, menos bullicio. La salida de Valencia es lenta, demasiadas estaciones en el centro. Enfrente una anciana y su nieta, que me mira con grandes ojos esperando algo de mí. La anciana lee “La sonata a Kreutzer”. Aunque no quita los ojos de entre los renglones sabe perfectamente adónde apunta la mirada de su presunta nieta y adónde la mía. Me asombra la sabiduría de los ancianos, esa capacidad de leer en los detalles invisibles, de leerte sin apenas entrar en su campo de visión. Este joven es un desarraigado, me llegó de ella.
       Me siento débil esta mañana. Esta soledad no está ahí fuera. Está dentro corroyendo, separando más y más. ¿La edad reblandece los sesos? La mala folla sube por la garganta y chirría como esos raíles enrobinados y oscuros por los que desfilan viejas máquinas que nadie sabe dónde van, ni siquiera el aire turbio de la ciudad consigue tranquilizar. Y la mirada esquiva de esta abuela… Aunque me atrae como un cielo azul, me está poniendo nervioso. Sostiene el libro con una mano. La otra, como pata de gallo, se recoge en su barbilla de la que brotan algunos pelos blancos. De vez en cuando sus ojos de párpados gastados y azul turquesa. Los de la niña, por contra,  se abren ávidos y sin fuga a lo inmediato, a la aprehensión inconsciente del mundo que la rodea porque los genes saben que toda esa información le podrá ser útil algún día. La abuela verá en mí a un dinámico ejecutivo de maletín en mano que regresa a casa en tarifa reducida  y  la niña ve a un adulto que le resulta atractivo.
               ¿Y si les dijera aquí mismo que soy un asesino a sueldo, un mercenario que va por ahí matando gentes a las que no conoce ni le importan un bledo? ¿Y si las matara aquí mismo y acabáramos? No sería un final digno, tendría que ser alguien relevante, algo que levantara ampollas y pusiese de acuerdo a todo el mundo para cazarme, algo de lo que reírme.
               Respondo a sus sonrisas y soy uno más entre las masas, pero por qué esta mala folla insistente. ¿Será posible que un tipo como yo empiece a sufrir depresiones, que los cambios estacionales me afecten cada vez más en una notoria falta de capacidad para adaptarme, para aclimatarme? No encuentro respuestas a estas iras que en los últimos tiempos me atacan como a un perro rabioso en un paraje cualquiera. Siento la necesidad de descargar esa violencia en alguien, pero a quién si no tengo a nadie, ni siquiera un perro al que patear. No hace mucho le di una paliza a un chulo que andaba maltratando a una puta del barrio chino, o lo que queda de él, algo que no me puedo permitir, no debo levantar el más mínimo rastro, la más mínima publicidad y, sin embargo, qué a gusto me quedé. Ni siquiera mis diarios, bajo llave en un banco, sirven ahora a ese propósito de análisis y desintoxicación. La verdad se me escapa desde el mismo momento en que me siento y agarro la pluma, el blanco del papel se  agranda en una extensión vertiginosa a la que no sé ya entrar sino para mancharla de tinta con cosas superfluas, vaguedades de lo externo, incapaz como cuando era joven de atrapar los pensamientos más puros. Me debe suceder al revés que los buenos escritores, pues a medida que crecen depuran con mayor seguridad lo que se va a verter en el blanco, eliminan con alta fiabilidad lo no esencial. Yo en cambio, me quedo con la idea en el baño mientras cago, o en la terraza que mira al jardín al fumar el último cigarrillo del día, pero de ahí al papel se me convierte en puta mentira, como si real e irreal se hubieran aliado para entorpecerme la visión, o para volverme loco.
       Algunas gotas resbalan sobre el cristal y las luces se distorsionan. Si la risa es principio de vida, el miedo que comienza a raerla es el principio del fin. Cómo luchar contra el miedo cuando no se sabe su origen, cuando los factores que lo originan son tantos y no son mesurables, ni reductibles a fórmulas o fármacos, cuando proyectar tu futuro se convierte en motivo de ansiedad y te ves obligado a vivir el aquí y el ahora de este confortable habitáculo a cubierto de la lluvia y el frío en compañía de una entrañable abuelita y su nieta cuyos ojos de  terracota exultan vida y yo siento mi pecho arder con las punzadas del miedo.
       ¿Las mato y mato el miedo, la risa? Hace muchos años que perdí la risa. Me la dejé en los eriales de mi tierra, entre la paja como una aguja de oro extraviada, aguja capaz de atravesar la lógica estúpida y destructiva de este mundo. ¿Es acaso más irracional matar a estos dos seres o tan sólo una anécdota más del vasto plan geopolítico en que nos movemos?
            Mi visión se centra ahora en los reflejos azabaches de mi arma oculta en el fondo del maletín. Me brilla en el cerebro como expuesta a la luz de la luna, limpia y engrasada, lista para matar. 

Pic: train departing, for The Pic-Poem Book - Cities

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