Contornos, siluetas. Los pinos miran el barranco a
ciegas, negruzcos aún por las sombras.
El velo de noche descubre el verde en su lento peregrinar hacia la luz. Las
manos del rocío tiran de él, que no se levante, que las proteja de la mañana. Los
primeros rayos, azafrán. Montañas y árboles vecinos refrenan esas lanzas de la
alborada. Penetran el ramaje. El barranco se ilumina.
Viajo en metro, el coche es un embrollo, acabas cansado. Menos
trabajo para la mente, menos bullicio. La salida de Valencia es lenta,
demasiadas estaciones en el centro. Enfrente una anciana y su nieta, que me
mira con grandes ojos esperando algo de mí. La anciana lee “La sonata a
Kreutzer”. Aunque no quita los ojos de entre los renglones sabe perfectamente
adónde apunta la mirada de su presunta nieta y adónde la mía. Me asombra la
sabiduría de los ancianos, esa capacidad de leer en los detalles invisibles, de
leerte sin apenas entrar en su campo de visión. Este joven es un desarraigado, me
llegó de ella.
Me siento débil esta mañana. Esta soledad no está ahí fuera.
Está dentro corroyendo, separando más y más. ¿La edad reblandece los sesos? La
mala folla sube por la garganta y chirría como esos raíles enrobinados y
oscuros por los que desfilan viejas máquinas que nadie sabe dónde van, ni
siquiera el aire turbio de la ciudad consigue tranquilizar. Y la mirada esquiva
de esta abuela… Aunque me atrae como un cielo azul, me está poniendo nervioso.
Sostiene el libro con una mano. La otra, como pata de gallo, se recoge en su
barbilla de la que brotan algunos pelos blancos. De vez en cuando sus ojos de
párpados gastados y azul turquesa. Los de la niña, por contra, se abren ávidos y sin fuga a lo inmediato, a
la aprehensión inconsciente del mundo que la rodea porque los genes saben que
toda esa información le podrá ser útil algún día. La abuela verá en mí a un
dinámico ejecutivo de maletín en mano que regresa a casa en tarifa
reducida y la niña ve a un adulto que le resulta
atractivo.
¿Y si les dijera aquí mismo que soy un asesino a
sueldo, un mercenario que va por ahí matando gentes a las que no conoce ni le
importan un bledo? ¿Y si las matara aquí mismo y acabáramos? No sería un final
digno, tendría que ser alguien relevante, algo que levantara ampollas y pusiese
de acuerdo a todo el mundo para cazarme, algo de lo que reírme.
Respondo a sus sonrisas y soy uno más entre las masas,
pero por qué esta mala folla insistente. ¿Será posible que un tipo como yo
empiece a sufrir depresiones, que los cambios estacionales me afecten cada vez
más en una notoria falta de capacidad para adaptarme, para aclimatarme? No
encuentro respuestas a estas iras que en los últimos tiempos me atacan como a un
perro rabioso en un paraje cualquiera. Siento la necesidad de descargar esa
violencia en alguien, pero a quién si no tengo a nadie, ni siquiera un perro al
que patear. No hace mucho le di una paliza a un chulo que andaba maltratando a
una puta del barrio chino, o lo que queda de él, algo que no me puedo permitir,
no debo levantar el más mínimo rastro, la más mínima publicidad y, sin embargo,
qué a gusto me quedé. Ni siquiera mis diarios, bajo llave en un banco, sirven
ahora a ese propósito de análisis y desintoxicación. La verdad se me escapa
desde el mismo momento en que me siento y agarro la pluma, el blanco del papel
se agranda en una extensión vertiginosa
a la que no sé ya entrar sino para mancharla de tinta con cosas superfluas,
vaguedades de lo externo, incapaz como cuando era joven de atrapar los
pensamientos más puros. Me debe suceder al revés que los buenos escritores,
pues a medida que crecen depuran con mayor seguridad lo que se va a verter en
el blanco, eliminan con alta fiabilidad lo no esencial. Yo en cambio, me quedo
con la idea en el baño mientras cago, o en la terraza que mira al jardín al
fumar el último cigarrillo del día, pero de ahí al papel se me convierte en
puta mentira, como si real e irreal se hubieran aliado para entorpecerme la
visión, o para volverme loco.
Algunas gotas resbalan sobre el cristal y las luces se
distorsionan. Si la risa es principio de vida, el miedo que comienza a raerla
es el principio del fin. Cómo luchar contra el miedo cuando no se sabe su
origen, cuando los factores que lo originan son tantos y no son mesurables, ni
reductibles a fórmulas o fármacos, cuando proyectar tu futuro se convierte en
motivo de ansiedad y te ves obligado a vivir el aquí y el ahora de este
confortable habitáculo a cubierto de la lluvia y el frío en compañía de una
entrañable abuelita y su nieta cuyos ojos de
terracota exultan vida y yo siento mi pecho arder con las punzadas del
miedo.
¿Las mato y mato el miedo, la risa? Hace muchos años que perdí
la risa. Me la dejé en los eriales de mi tierra, entre la paja como una aguja
de oro extraviada, aguja capaz de atravesar la lógica estúpida y destructiva de
este mundo. ¿Es acaso más irracional matar a estos dos seres o tan sólo una
anécdota más del vasto plan geopolítico en que nos movemos?
Mi
visión se centra ahora en los reflejos azabaches de mi arma oculta en el fondo
del maletín. Me brilla en el cerebro como expuesta a la luz de la luna, limpia
y engrasada, lista para matar.
Pic: train departing, for The Pic-Poem Book - Cities
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