lunes, 14 de octubre de 2013

de Pedro Fragín

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 Hoy la cosa funcionaba. Bastión contemplaba el mar como si imitara a su dueño y quisiera diluirse en él. El clima y la luz permitían trabajar en la terraza inundándose de azahar. Yo miraba un partido de tenis en la tele. Yo, de las pocas, si no la única, personas admitidas en su actual vivienda, y no digamos en su vida.
 Nuestra amistad dura ya diez años, cuando le, voy a decirlo así, recogí de la calle. Enseguida vi en él un gemelo asocial. Pero este estaba en plena fase de autodestrucción, dañado hasta la locura por su perpetuo enfrentamiento con las convenciones humanas y divinas. Le encontré borracho en el patio de mi palacete, sentado en uno de los bancos de piedra, llorando como un niño desconsolado junto al pozo, oculto al principio por el brocal de piedra. 
 Pedro se alzaba y de tanto en cuando sumergía la cabeza en su oscuridad, tiraba del cigüeño y hacía abluciones mientras gemía sus Oraciones de la Gran Rabia, según él las llamó. Inmediatamente vi reflejos míos en aquel ente agonizante y no pude menos que establecer comparaciones: mi única rebeldía en su forma externa había sido mi apariencia desaliñada y pobretona a pesar de ser todo un Marqués y vivir en un palacete del Barrio del Carmen, uno de los barrios que dibujan el casco histórico de la ciudad de Valencia, a pesar de, o quizá por, vivir entre la milenaria muralla de Abd al-Aziz ibn Amir al este y la más reciente, cristiana, al oeste, entre los viejos arrabales absorbidos por la fortificación de Pere el Ceremoniós, un barrio que ha sido huerta, arrabal, refugio musulmán, mancebía, villa gremial o de la aristocracia medieval, zona de conventos o proletaria durante la revolución industrial y hoy en día lugar de ocio.


 En su formulación interna, rebeldía por mi soledad amada y asumida en los límites de esa inmensa casa, sin más tarea que el estudio, la escritura y la pasiva contemplación del tiempo y de las gentes en su deambular de la Plaza de la Virgen a la Plaza del Tossal. Gracioso desfile a lo largo de seis lustros de vestimentas y gestos distintos que, con los años y como si a cámara rápida lo pasasen, hacen el efecto de un lapsus idiota y superficial del transcurrir. Y sin embargo, cuánta vida, tragedia y éxtasis fugaces, inquietudes y paces en cada una de esas miniaturas de color paseando en mi memoria, en cada grupo alborotado por uno u otro motivo zarandeándose por la calle Caballeros.
 Desde una de mis terrazas veo el campanario de la catedral, la Torre de El Micalet señoreándose gótica ante los tejados y las incansables golondrinas, le veo plantar cara a los edificios más modernos que al anochecer quieren imponer su ley de neón parpadeante. En primavera, la luna llena se le alía y ejerce sus sesenta y tres metros de poder, perfecto prisma octogonal sobre la ciudad auspiciando a la señorial torre frente a sus competidores. Lo afilado del campanario junto a la plácida redondez blanca del astro abruman al tiempo, a toda obra humana en la ciudad.
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Pic: el micalet, The Pic-Poem Book - Cities

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