jueves, 22 de junio de 2017

quemaba



quemaba la piel del amor bajo el abrasador sol del mediodía, nadie 
nos recogía en su coche, no había sombras, no había agua, solo ella y yo en una carretera camino del sur de Portugal, un carro lleno de trigo 
nos llevó durante kilómetros tendidos en el heno mirando el tránsito de los campos y las villas como dos caracoles, un color más, 
despreocupados, sumidos en aquel ámbar sin más que seguir descubriendo el mundo, el sur, el sur, el mar en algún punto perdido de la costa, se levantaban ampollas en la piel perdidos en ningún lugar sin más protección que las ganas de vivir, ella de blanco, yo a torso desnudo, aquel anciano del carro que sonreía complacido al recordar quizás su juventud, la frescura 
de aquellos sentimientos bajo el sol todopoderoso día y noche por los caminos, escondidos tras el teatro de Mérida por dormir un poco bajo las estrellas y los recitados de los actores, cubriéndola con mi cuerpo, como luego cubriría a sus hijos, que no muriera de frío en los Picos de Europa, bajo el tablado de una actuación en plena Santander, en las playas del Sardinero, extraviados en París, comiendo sobres de ketchup en Londres por no morir de hambre los dos jóvenes ilegales trabajando de cualquier cosa, un cachito del muro de Berlín y exquisito Frankfurt 
en un parque con guirnaldas en 
su pelo siempre sonriente ella,
la sonrisa de la luna 
y el Garbí donde sigue su danza toda de blanco libre como en Portugal sobre el carro de heno, desnuda en las playas de Sagres entre las rocas ancestrales del mundo, contemplando el fin del mundo desde el faro de Finisterre, trémula y llorosa al ver cómo el mar me escupía contra las rocas en la extinta Yugoslavia, cómo me tiraba desnudo al Loch Ness desafiando al monstruo de las aguas oscuras, y reía, reía, se carcajeaba ante mi locura quemando la piel del amor en los caminos recogidos por un joven pescador, su mujer, su hijita recién nacida, una habitación humilde a las puertas del Atlántico, soberanos que fuimos 
de ese punto del mundo caía el cielo sobre nosotros en la vieja Grecia, un diluvio que ella sujetaba el mástil, achicando, toda la ropa tendida en una granja irlandesa durmiendo con la católica Eire, llorando entre McCallahan y Glenfiddich o GlenMorangie mientras me veía cruzar a nado entre las islas escocesas, borracho de ron entre los corales cubanos aquel sol que quemaba la piel del amor bajo su abrazo

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