domingo, 4 de marzo de 2012

La Letra Escarlata (1850), Nathaniel Hawthorne


 Se valora a Hawthorne como uno de los mejores prosistas de la literatura estadounidense del XIX,  a la altura de Melville y Poe. Nathaniel era descendiente directo de los primeros colonos ingleses, los disidentes puritanos que con tanto rigor, y excesos como el de azotar cuáqueros o quemar brujas (Salem), intentaron mantener su religión en el nuevo continente. En esta narración se respira aquella atmósfera torturante, asfixiante de la Nueva Inglaterra de principios del s.XVII en que se sitúan los personajes.
 A través del personaje de Hester Prynne, mujer condenada por adulterio a la exclusión social, el autor hurga en los vericuetos pscicológicos por los que se mueven los distintos caracteres de aquella comunidad puritana: los magistrados, los clérigos, el presbítero, la bruja, la propia conciencia de la mujer. De la prueba del adulterio, su hija Perla, el autor hace retrato de la inocencia convirtiéndola en una suerte de espíritu del bosque libre de la asfixia moral de los adultos. 
 La vergüenza y el pecado forman parte del bien común de la tribu, objetos de exposición, ni más ni menos como hoy en día con cierto tipo de televisión: tras el veredicto de los magistrados en el que se la condena, se obliga a Hester a posar, de pie en el cadalso con su hija en brazos, frente a todos los habitantes del poblado en un segundo juicio, esta vez de conciencia pública, ejemplarizante.
 Se pretende hacer sufrir a la mujer por tres razones: por la sanción impuesta que la excluye del grupo, por la desautorización personal a la hora de transmitir a su hija cualquier código moral y por el silencio que se impone a sí misma para no delatar la identidad del padre---Roger Chillingworth, su marido, llega de Amsterdam, donde antes vivían, dos años después que ella---. Hester lo puede ver desde el cadalso, el reverendo Dimmensdale, que en la ocultación de ese secreto cree comprar el respeto de la comunidad, aún si la culpa le va royendo el alma: la letra A, personaje-símbolo, se irá marcando a fuego en su pecho de manera misteriosa. El ansia de venganza por parte del marido de Hester, que había hecho amistad con el reverendo, al descubrir la traición, abre camino ficcional nuevo, otra rama, en el árbol narrativo.
  Pero el tronco desde el que se apoya el relato sigue siendo la fuerza del compromiso de esa mujer consigo misma arrostrando la soledad y el sombrío juicio de la comunidad que le niega cualquier forma de relación humana, la invisible valentía de un ser que defenderá hasta la última consecuencia su dignidad frente al cercenamiento de la libertad de conciencia que el grupo impone. Incluso cuando, con el transcurso del tiempo, es admitida de nuevo en el día a día de la colonia, Hester mantiene incólume esa dignidad. Su respuesta seguirá siendo el silencio, el trabajo y la austeridad.

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