martes, 17 de septiembre de 2013

De los retornos, Alcohorelas © [with ALTUS]


Waver - Altus

 La noche temprana de la ciudad en invierno es un asfalto peinado por coches distantes. Las aguas vertidas se escapan del subsuelo. No hay peatones en el callejón de las tascas. Aquí se planta el fumador solitario con su litrona. La hierba perfuma la entrada a la tasca, el humo envuelve a la bombilla, se hace perezoso, anaranjado. El estudiante se apoya en una moto, contempla el barrio que se aísla del tráfico. No espera a nadie, no espera nada, no espera nada de nadie. Los compañeros no suelen ir por allí. Quizás algún otro solitario, quizás el camello del barrio con su viejo perro alucinado de tanto comer chocolate. Y sin embargo la noche le iba a traer desde su centro la evocación.
 En la calle dura, gris de días y días, aparece una mujer con los perfiles del viento, con los colores de la alucinación. El estudiante se pregunta si no estaba fumando demasiado. Había advertido vagamente el deslizarse de alguien sobre un vehículo silencioso. Se dirigía hacia él.
 La cabeza se le fue en alas de murciélago, sonaba a cascabeles, en espasmos de gorrión atrapado por el cepo. La sombra se hizo visible bajo el haz anaranjado y la vio. El gesto descompuesto, el rostro salpicado de lágrimas, los ojos vidriosos de no ver. La chica monta sobre una bicicleta, vacilante, temblorosa. No sabe que va en bicicleta. Él hace una señal con el brazo extendido, pero ella no mira, no ve. Rechaza con debilidad cualquier llamada del exterior.

















 — ¡María José, espera...!—, grita él.
 La había reconocido. En fracciones de tiempo la había reconocido, había comprendido su estado. Siente su dolor. Se consuela pensando que, como mínimo, siempre intentó penetrar la tupida red de sus sentimientos. Nunca llegó a entenderla. Verla desaparecer bajo la grísea penumbra al final del callejón le sume en el recuerdo.
  Allí estaba. La clase del viejo colegio, y ella en su languidez imperturbable. Venía a las aulas con una amiga y su pareja, remedo hippy que tocaba la eléctrica a lo Carlos Santana. La amiga se escurría de pálida, de frágil, se escurría en el aire porque todo la hastiaba, porque ya lo había vivido todo desde el día en que nació. El trío evidenciaba mayor edad que los demás alumnos. Llamaban la atención, no sólo por la madurez del rostro, la distancia que imponía, sino por el desaliño de sus vestiduras. Un aparte al que nadie parecía saber, querer acceder, y, sin embargo, su actitud no era hostil.
 Fue M. José quien cautivó la atención del adolescente. La cara ensombrecida, el mirar alejado, emborrachaban su fantasía. Desazonaban hasta el colapso. ¡Vibraba en ella tal dolor! La presentía. Ese magnetismo fue imantándose a lo largo del curso, ¿polo negativo?, ¿positivo?, ella el nutriente para la planta que va erigiéndose en la demanda de luz. Todo acto, todo gesto de M. José acrecentaba en él la figura, la idea, la sabiduría de sus silencios, impropia en mujer tan joven, apenas dieciocho, demoledora.
 En su silencio. El fumador solitario entiende ahora, tras la calada profunda. El silencio que la envolvía estaba lleno de voces. Entiende ahora, aquella mirada inteligente, el signo de su experiencia, del ser que conoce, que guarda los avatares de la propia in-identidad. Cada vez que él se acercaba a robar su secreto, a dominar el fuego, ella le repelía como a un mosquito. Una sonrisa condescendiente al tosco púbero, un gesto de desprecio, bastaban para irritar las fibras del orgullo. Él la idealizaba en los ritos del enamoramiento adolescente.
 El estudiante empezó a llegar borracho a las clases. Provocaba a los profesores por despecho, intentaba translucir las pequeñas heridas. En una ocasión jugó a tocar los genitales del compañero de atrás mientras el cura proyectaba diapositivas, Historia del Arte, Churriguera. El cura enmudeció. Alguien le estaba rascando los cojones en mitad de la clase, sensación nueva que le dejó lívido. Ella sonrió. Él la había hecho sonreír, aquellos labios finos y alargados se habían curvado lo suficiente, sí, una sonrisa cierta, una carga de profundidad que sacude los tejidos del estudiante.
 Colors, una cafetería-pub a la que acudía el mestizaje social, cultural, sexual, profesional, drogodependiente más inverosímil de la ciudad. Desde la puta vieja del barrio chino hasta el ejecutivo de maletín negro, pasando por cantautores extraviados, universitarios reivindicantes de sexo libre, yonquis extenuados que se amalgamaban en el flujo incesante de los colores, los conocidos y los por conocer. Un lugar pequeño, escondido, de roce urgente, necesario. La poli solía visitar el local para bajar los humos a la atmósfera. El estudiante lidiaba allí su suerte como tantos otros.
 Había gente en la acera, en la calle de los colores. Esa noche abundaba el negro, cazadoras de cuero claveteadas. Olía a cerveza, a vómito de cerveza. Un gordo histriónico vociferaba y pegaba botes combustionando las anfetaminas que había tragado. El estudiante bebía apoyado en la pared. El bufón anfetaminado partía el humo de los cigarros a golpes.
 Y surge, de la negrura del callejón, del sabor amargo de la acera, el flotar seráfico de su cuerpo. Ella, fantasma anunciador, trae el blanco en su vestido, ilumina la calle, orea la calle, prevalece en los colores. Pero no viene sola. Un camello, a su lado un camello. El estudiante lo conocía de la Plaza del Sifó, un hombre baqueteado frente al adolescente inexperto. ¿Saludar? ¿Esconderse? Ella le reconoce.
 Esa noche él le confiesa gérmenes eólicos, la energía ignota que le empuja hasta ella, el prisma que le fracciona colores y le traslada a las fragancias de su cuerpo sin más deseo carnal que el de rozar su piel, sus labios, con el propósito oculto, ahora lo sabe, de engullir su alma en la antropofagia del conocimiento. Sabe ahora la atávica tendencia del ser humano a engrilletar el alma del otro, la lucha por conjurar pasividades, el resentimiento de quien fue y es la creadora, el espíritu multiforme de lo creado frente al limitado don perceptivo. Yo, complemento impulsor, opuesto que espera desconsolado la chispa creadora, el sustento universal, un estudiante empeñado en sublimar la calle gris y maloliente.
 Arrodillado en el regazo, confesó su amor. Mª José volvió a usar aquella sonrisa maternal que tanto le hería, que la hacía inalcanzable. Ella, que había visto a su hombre pincharse en el glande inflado como maíz en un vaso de leche, en el jugo de sus lametones, sonreía a la propuesta del adolescente. Ella, que pugnaba por evadirse de las estrellas negras que desde la piel le iluminaban el alma de oscuros, que andaba abismos de yo desdoblada en el filo de una navaja por la tragedia remota. Esa tragedia, ese tumor de la memoria, el origen, el secreto que alimentaba en el estudiante enamorado el enigma de lo viviente, el flujo de los sentimientos zarandeados por el azar, amor y odio. Ella. Lo aceptó en su pecho como a niño al que se le ha dicho no, desconcertado porque no sabe, no alcanza, porque su mundo hasta ese momento ha sido un juego diáfano de causa y efecto.
 —Cada uno de nosotros hemos nacido para cumplir un designio. El tuyo es hacer feliz a los demás. Encontrarás la manera—, y se fue.
 El estudiante olvidó. Aquel desamor sirvió de excusa para emborracharse a cuenta. Olvidó. Y una noche, en las tascas, cuando el ahora universitario aún no había descifrado sus palabras, Mª José le aparece luchando por equilibrio sobre ruedas de bicicleta, cascabeleo de alas de murciélago, espasmos de ave atrapada.
 No volvió por el colegio. Dejó el caballo, contaron sus amigos. Vivió noches de locura, fogonazos de esquizofrenia. Y se aparece a él, ebrio, fumado, en el callejón de las tascas, se le aparece y su aparición desvela el significado de sus palabras entre aleteos y espasmos: "Has nacido para contar mi historia, has nacido para inventar la tragedia que me marcó, polinizar con las palabras que la hagan verosímil, mentira verosímil, el jardín oculto de cada ser".
 Han pasado los años. El que fue alumno enseña a los que hoy lo son. Ya no recuerda si aquella noche en la calle de las tascas fue real o sólo sueño, aparición. Pero vio. A veces cuenta a sus alumnos una fábula, una historia de mujer, les habla de un dolor que la divide, les habla de la soledad de quien ejerce inmensos poderes sensoriales en la monocromía de lo real, les habla del equilibrio en un cuerpo denso, de una isla que soporta un continente. Y el profesor, entre sus propios aleteos y espasmos circulares que el vuelo de un viejo murciélago le procura, pide que le inventen la tragedia, el origen de esos males. En los cuentos, unos y otras, los alumnos dramatizan la odisea de la mujer consciente de sí y de su tiempo.
 Una chica se acerca a la mesa del profesor. Titula su historia "Pentesilea". Hay un dibujo: Aquiles necróforo. Firma el cuento con el nombre Mª José.
Pic: gone on a bike, The Pic-Poem Book - Cities

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