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"---Me siento a leer el diario, junto a la ventana. Aún queda atardecer, suficiente, pero me doy la lámpara que tengo junto al sillón de lectura. Las gafas, mis años no dan para esfuerzos inútiles, uno tiene que dosificarse, escasean las fuerzas, se le acaban las pilas a mis órganos. Así que luz.
El Generalísimo inauguraba presa. Eso está bien, me dije, todos lo hacen, pero quién le había dado permiso para inaugurar nada. Viejo cabrón, y tenía que sobrevivirle, esa única alegría. Me volvió a doler el costado, y me dolió la rodilla. El tiro el mismo día del levantamiento. Lo del costado es un recuerdo de las palizas en la cárcel. Siempre que veo una foto del usurpador conspira mi cuerpo. Mejor debiera decir se amedrenta en esos espasmos. La rodilla y el costado izquierdo no olvidan. Con eso de la tele fue peor. A todas horas el Salvador haciendo patria, un cursillo acelerado de las técnicas propagandísticas de Göering y a programar gente. La verdad es que en esto no ha cambiado mucho la cosa. Y no hablemos del cine, una pandilla de amiguetes que hacen la loa del nuevo arte. ¡Cara más dura! ¡El nuevo arte de hacer dinero! Ahora nos adoctrinan así mientras ellos se lo pasan en grande. Se apoltronan, hace falta sangre joven que les conteste, que los convierta en vampiros gordinflones con aires de ácrata ceñudo, de dandy frívolo sobrevolando el mísero y aburguesado existir de la gente vulgar. La industria del cine, ¡ja! La continuidad está asegurada por cojones: el hijo de fulanita, guionista; el hermano, actor. Tiene usted razón, me estoy yendo otra vez. Me da tanta rabia.
Pues sí, pasé página. La memoria es caprichosa, ¿sabe usted? Cuando algo extraordinario ocurre todo se ilumina a su alrededor. Era ya tanto tiempo, la misma rutina. Página de cine, fútbol, el Valencia a la Copa de Ferias. Eso estaba bien, pena representar por Europa a un país decimonónico. Chapuza política, pero hacía patria, hace patria. El fútbol hace patrias. Claro, mejor que hacerla a tiros. Nos daban la patada en el culo mientras a él le daban palmaditas en el hombro: sigue así, Paquito, qué hubiera sido de una España rusificada, muy bien Paquito. Concha Piquer esa noche en el Eslava, bla, bla, bla…Bendito periódico. Esto de la prensa y la tele es como una ventana para que mires el mundo que ellos quieren que mires, te asomas mientras la roña te costra el cuerpo y hasta te ventila las fosas nasales, las fosas…El día del levantamiento sí que se ventilaron fosas. Maldita suerte la mía.
Verá usted. El capitán nos quiso dejar bien claro que nada de nervios, sólo circulaban rumores. La guarnición era leal al Gobierno, sin fisuras o, al menos, eso pensábamos. Aquella noche transcurrió agitada. ‘El Urogallo’, si no fue a orinar quince veces no fue ninguna, recorre el pasillo entre las literas camino del desahogado y enciende la luz al final del trayecto. Unas gotitas, luz apagada y vuelta. Arrastraba los pies sobre los círculos que la luna dibujaba en las baldosas a través de las ventanas. El Urogallo. Menuda forma de eructar. Hacía escalas musicales y a algún chiflado le debió sonar a uno de esos bichos. Llevaba gafas con vidrios como culos de botella y cuando por las noches, se iba dando litera sí, litera no. El de guardia tenía que apartarse, algunos le daban la luz del servicio para que adivinara el rumbo.
El único que durmió a pierna suelta fue el cabo Asensio. Qué manera de resoplar con aquellas fosas de asno. Había pasado tiempo y aún no me explicaba… Hoy me da igual, la cercanía de la muerte quita paja. Le decía, cómo aquel animal podía dormir tranquilo cuando al día siguiente nos iba a traicionar de manera tan cruel. El cabo daba las órdenes como un cabestro, rebuznando. Nos trataba a patadas, abusaba de los nuevos. Una vez hizo subirse a un pobre chaval a la mesa enorme que estaba en la entrada. Era tal el miedo que metía que los que le acompañaban se estimaron mejor no abrir la boca. Bebíamos, nos pasábamos una botella de anís. El chaval subió a la mesa con la frente sudorosa y los ojos de un perro azotado. Hacía verdaderos esfuerzos por no dejar de sonreír, por tragar la saliva. "¡Desnúdate!", Asensio lo dijo sin sonrisas. Me fui de allí, no quise verlo. Pero no pude dejar de oírlo. Como en un garito de esos de las películas en que el humo es una nube sobre la mesa de juego donde los matones se juegan su macherío. El soldadito hace la gallina. "¡De cuclillas!", "¡Pía, pollito, pía!", y oyes al pobre Zuriaga hacer el ave de corral, "¡Mueve los plumones, gallina!", aleteando con sus brazos encogidos mientras ves tu propio corazón que no se encoge porque gentes como el cabo Asensio te lo ennegrecen día a día. "Y ahora queremos ver tu caca, pollito. ¡Caga!" y Zuriaguita, el niño de los dieciséis, llora, implora, y el bueno de Asensio le perdona la caca y lo acoge en su lecho para darle el cariño que nadie le da en el ejército español.
El cabo sólo respetaba a los que sabían leer y escribir. Usted se figurará que por aquel entonces no éramos muchos. Yo tuve la suerte de una madre maestra, fíjese usted lo que le digo, una mujer que se saltó todos los obstáculos de la época. Mi madre sabía colocar su radiante sonrisa en el momento oportuno al borrico de turno.
Así que Asensio se me acercó con tiento. A ver qué podía esperar de mí. Para darme cuerda me contaba sus andanzas de crío, cuando rociaba a un polluelo en el corral de su casa y prendía un círculo de fuego alrededor. El pollito cruzaba espantado aquella cortina roja y se incendiaba. Una variante era la de la caja de zapatos, cuando metía allí a los recién nacidos y les disparaba balines con la tapa puesta como única barrera, barrera providencial, entre la vida y la muerte. Le reía las gracias, pero entre usted y yo, el brillo de sus dientes, el grosor de sus brazos peludos, me aterrorizaban. Dudaba de si en realidad me estaba poniendo a prueba cada vez que me contaba alguno de sus crímenes, pero yo sabía que lo menos era mostrar el miedo a semejante animal, ese temblor invisible del que se alimentaba.
Sí, perdone usted, le estoy contando batallitas, pero qué quiere. Conservo mi lucidez en este cuerpo de arrugas. Lo único que me dieron fue memoria, la triste memoria del daño hecho, la rabia de sacarla brillo durante cuarenta años en esta soledad. Tan pocas oportunidades de abrir el cofre y enseñarla a un extraño que dice querer escucharme.
Sírvase otro café, hombre, que ahorita mismo voy a lo suyo. Bueno el café, ¿eh? Me lo muelen aquí abajo, Cafés Valiente. ¿Ha visto usted a la camarera rubia? ¡Qué mujer! Si no se lo cuenta a nadie le confesaré un secreto. Dorita, que así se llama, ha sido mi desahogo por muchos años. Ella tenía necesidades, su familia, ya sabe. Había que sacar a la familia adelante y lo que yo le daba por subir un ratito y dejarse tocar la venía muy bien. La buena mujer se compadeció de mí. Pero de eso hace ya muchos años. Ahora es una señorona, no se vaya usted a pensar. Y tampoco se figure que uno sólo se alimenta de rencor.
Pues sí, sentado en el sillón con el diario caído, con la mirada perdida en la ventana, un día más. Eso es lo malo de la foto, de la efigie del Gran Cabrón: me vuelven las imágenes.
Aquella tarde volví a recordar, un día más, la oscura noche. Asensio lo tenía apalabrado con el de guardia. Cruzó el patio. Fingiendo ser el suboficial en una de esas raras veces que hacía la ronda por los puntos clave del cuartel, se acercó a los de la entrada principal. Emocionado con la posibilidad de tiros en la gesta histórica, le puso el arma en los cojones al desgraciado de turno, el Sevillano. El Sevillano era el encargado de elegir el ganado entre los nuevos, para su lidia en las jornadas de acogida. El otro abrió la puerta a la hora convenida. Gentes de paisano y militares profesionales aprovecharon la oscuridad para situarse en las terrazas y a la puerta de los distintos barracones para dominar el patio a su aire. Iban a entrar a saco cuando el loco del Asensio deshueva al Sevillano, el chaparrito andaluz, de un tiro a pichajarro. Fueron más los gritos del chaval que el estruendo. No duró mucho, el cabo lo remató en la sien. Suficiente para que el capitán y los dos tenientes, dormía allí todo el mundo, estábamos en alerta, salieran con balas de verdad pegando tiros. Al capitán aún le duraba la borrachera, así que después de matar por equivocación a uno de los tenientes que le acompañaban, fue el tercero en caer.
¿Ha visto usted Los Siete Magníficos? ¿Los Siete Samuráis? ¿Recuerda a ese que cogía dos moscas pero se le iba una tercera, que aún se quejaba el buen hombre, y luego en plena batalla tira la puerta abajo y se carga a otros tantos hasta que un cuarto me lo tumba por la espalda? Así veo yo a mi teniente, que en gloria esté. Bendito sea porque con su acción, era el único oficial medio cuerdo y en forma en aquella jaula de tarados, hacía correr a la tropa ocho kilómetros una vez o dos por semana… ¿Qué le decía? ¡Ah, sí! Se abrió paso a tiros, diestro y siniestro, a la frente, al corazón, armado en ambas manos, cruzando las pistolas, al pecho, le hieren, cae al suelo girando sobre sí y contestando al traidor, y allí mismo lo acribillan dando botes en el suelo, mi buen teniente…Aguantó lo bastante, tanto que, en calzones, desnudos, como fuera, sacamos los fusiles del armero sin saber muy bien lo que hacíamos.
Éramos unos chavales, la primera sangre. Pegarle un tiro, así, en frío, vete tú a saber a quién. Y adivine quién me toca en suerte: el Asensio. Me mira a los ojos, me hipnotiza. El tambor de su pistola gira despacio, el percutor se levanta hasta el clic, el fogonazo me escupe la bala que se bambolea en el aire, y me sonríe la calavera que hay dibujada en su punta, viene al corazón. En los ojos del cabo no encuentro sus pupilas porque la mirada del odio se sustenta en el miedo, y el miedo no ve o ve más de lo que hay. El cabo se ha convertido en un perro, en el instrumento de un Usurpador cuyas pupilas se vitrifican de miedo, de miedo a la Historia, un militar que nos quiere hacer creer que no es en sí otro instrumento más, oxidado, vergonzante, de la negra historia de este país, sino faraón, el potentado divino que nos hará las presas por sus cojones, por los siglos de los siglos. Mi camisa se desabrocha, mi pecho se tensa para recibir la muerte, y lo siento arder como un volcán. Pero abro bien los ojos y me acuerdo del Sevillano. Levanto el fusil y antes de que Asensio dispare le ensarto la bayoneta en el cuello. Me puse perdido de sangre. Acompañé su caída con mi rifle, ladeándolo para poder clavarle la cabeza al suelo. De una de las terrazas llegó un silbido breve, como un moscardón. Me estalló la rodilla. Caí junto a Asensio. Me seguía mirando con ojos de alimaña.
Pasé el resto de la guerra en la cárcel. La sonrisa de mi madre, no sólo la de la boca, ¿comprende usted?, me salvó de ser fusilado después de la guerra. Y sin embargo, no le sirvió a ella misma. Me la fusilaron. De mi padre no supe hasta muchos años después, allá por los sesenta. Murió alcoholizado en Argentina, me lo hizo saber una de esas agrupaciones de exiliados.
Conseguí plaza de bibliotecario. He vivido solo todo este tiempo, arrastrando mi pierna por la infamia libresca de ese edificio público que puede usted ver a unas manzanas de aquí. No ha sido mi pierna lo que más me ha costado arrastrar. El desecho de mi vida es lo que más duele. Los niños, los jóvenes, juegan, se divierten, pasan delante de mí como si fuera un mueble roto. Allí en el parque soy un fantasma, pero al menos los muebles y los fantasmas tienen un pasado. No me ponga usted esa cara, hombre. Franco murió, le sobreviví.
En esas estaba yo aquella tarde, envenenado con la fotografía del Generalísimo y su presa, cuando sucedió lo que usted ha venido a oír de mis labios. Debe usted haber trabajado mucho en la hemeroteca para descubrirme a partir de una noticia tan insignificante. ¿Qué importancia puede tener esto para usted? Usted sabrá.
Sí, atardecía. La luz del sol pegaba en aquellas paredes con un color sólido, anaranjado. Asómese usted, ¿lo ve? Es una finca similar a esta, de diez pisos, sólo que esa forma ático en el noveno, justo el piso en que nos hallamos nosotros. ¡Mire qué pequeños se nos ve ahí abajo! Los coches parecen de juguete y nosotros hormigas ajetreadas en una estrategia común. Pero qué va, así es como nos ve la gentuza de arriba, ¿sabe usted? El tirano impone los cauces de circulación, el demócrata los pone y si no, te quedas fuera, porque ellos sí que saben que, a diferencia de las hormigas, andamos perdidos, y si por nos fuera, ni Estado ni puñetas. Mientras haya pastel del que tajar y voz para discutir cómo se divide, la conciencia tranquila. Pero es que hay que ver con la técnica de hoy. Menudo Leviatán. Pero sí, sí, ya le cuento... La mirada perdida en las placas de bronce del sol, allí, sobre las paredes, y me viene un reflejo de cristal. Uno de los batientes da de tal manera que el reflejo se hace más fuerte y como que me atonta. Me quité las gafas. Lo veía todo extrañamente iluminado, como uno de esos cuadros piadosos en que algún beato está viendo a Dios mientras tortura a un hereje sodomita, o sarraceno, o en fin, uno distinto, ya me entiende. Esa luz le dio reposo a mi memoria, me adormeció, tanto que tuve un sueño. Óigame, el más real que he tenido en mi vida, y eso que yo no soy de mucho soñar. Me levanto y recuerdo, pero no sueños. Soñé que una cabeza asomaba, un niñito de unos dos años que se aúpa desde algún punto de apoyo que no puedo ver, se apoya en sus bracitos y afirma una de sus piernas para subir el cuerpo entero. Se sienta en el antepecho y mira con curiosidad el paisaje. De repente el niño se hace un hombre que llora con profunda amargura. No sé el tiempo que pasó, no mucho, porque dominaba la misma luz de antes.
Los años me están borrando los límites de lo que fantaseo y lo que de verdad he vivido. Entre usted y yo, a fuerza de recordar, ya no sé qué he vivido y qué me he inventado. A veces se me cuelan grietas en el esfuerzo de no olvidar. El caso es que me dormí. O desperté. No quisiera hacerle dudar de lo que pasó, comprenda usted. Yo mismo dudo que mi vida entera no haya sido sino pesadilla, como el Segismundo aquel, ¿se acuerda? No debiera contarle estas cosas…En aquella luz extraña vi a un niño de unos dos años que andaba el aire..."
El hombre se para. Su espalda se había doblado un trecho más, no tocaba el respaldo. Apoyaba las manos en el bastón y su cejo rubio espesaba bajo el manto de arrugas. Se había parado allá donde debiera haber comenzado, la noticia del periódico, un vecino de Barón de Cárcer que decía haber visto a un niño andando por el aire a una altura de diez pisos. El hombre había llamado a la policía, al periódico, a los bomberos. El periódico recogió el milagro en sucesos. El viejo republicano. Tanto desengaño había hecho de él un anarquista de salón, y el pobre tenía siempre el salón vacío, sólo fantasmas.
Ahí está, ausente. Me hace un gesto con la mano y me voy. Ahí se queda intentando redimirse.
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Pic: the walking kid, for The Pic-Poem Book - Nature
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