domingo, 20 de octubre de 2013

de El Libro de Elías


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 La casa de la abuela Z en Requena fue durante décadas punto de reunión de esta gran familia, o al menos, de una de sus ramas. Como en las noches antiguas cuando algún patriarca contaba a sus descendientes las leyendas de sus antepasados, uno u otro de los padres, de las madres o la mismísima gran matriarca, la abuela, dejaban caer en nuestros oídos de hijos y nietos expectantes y ávidos de la mitología familiar toda clase de anécdotas y hechos que, como en una crónica, tejieron en la imaginación un mosaico de eslabones y rastros que con el tiempo no han hecho sino fraguar un bello film, una idea, una visión global rica en significados y sugerencias.
 Han pasado muchos años, han pasado muchas cosas, uniones, desuniones, pérdida y nacimiento, crecimientos e involuciones, salud y enfermedad, expansión o retraimiento. Aún hoy nos seguimos reuniendo las ramas de un árbol que incesante viaja y se expande con el cosmos en su paso por el espacio y el tiempo. Ayer mismo, fecha indistinta, acudieron a la llamada veintenas de primitos por conocer, de tíos y tías en pleno fragor de la vida asimilando el conocimiento que la edad procura, de abuelos y abuelas supervivientes de este tránsito físico, y no dejaban de estar presentes los fallecidos, los exiliados, los místicos renuentes a la vida social, los enfadados y los desenfadados, en fin, todos.
  Nos reunimos en un conocido mesón junto al Mestalla. Entre abrazos y recordatorios, la figura de la gran matriarca que fue capaz durante tantos años de mantener unida a esta vasta familia presidía ahora, desde lo alto del mesón, sobre los toneles de madera rancia que decoran el local, ese ajetreo de voces y gestos cariñosos en los que el paso del tiempo va suavizando las aristas de los egos juveniles o afirmando los cuerpos púberes de los que empiezan la lucha por existir. Una suerte de nube magnética que enlaza las almas individuales en un todo orgánico y fluido, con sus roces y afinidades, con sus repulsiones y atracciones.
 Fue divertido contrastar, en los diálogos memorables de nuestras hazañas infantiles y juveniles, las distorsiones personales de la memoria, lúdica, creativa, ficticia en cada uno de nosotros. Lo que J, ojeroso y envinado ahora, olvidaba, lo aportaba yo, más grueso y sobrio, lo que yo olvidé lo aportó él, lo que N no podía recordar por edad, lo aportaba su primo P o su hermano M, los decanos entre los nietos. Y cada uno lo teñía con el color intransferible de sus propias emociones sujetas a ese pensamiento-recuerdo. Pero sobretodo reíamos. Los lejanos choques de la infancia, los desprecios de la adolescencia, las distancias de la juventud en cada una de las cuales todos buscábamos afirmarnos sobre el planeta, quedaban disueltos en un vaho de fraternidad. Y aún así, pequeños gestos de desvío de la atención, leves muescas de desaprobación o desacuerdo, decían de un cierto respeto temeroso por las órbitas gravitatorias de cada cual entre los de mi generación. Con los años, las diferencias de edad que en la infancia y juventud marcaban grupos separados de actuación vital, se han borrado y eso posibilita el compartir anécdotas y confesiones sin la rigidez que antes se creía de algún modo necesaria.
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 Y sin embargo, en las noches solitarias donde solo la luna ponía luz en mi vida, era mi otra abuela, la abuelita, quien, como cuando no era sino un crío, seguía rezando allí, en una esquina oscura del cuarto de la enorme casa de la Harinera, velando por el increíble bicho que el mundo le había traído a cambio de su marido y de su amado hijo muertos en un lapsus incomprensible. Sigue haciéndolo, noche tras noche, rosario en mano, cuando el aliento le falla a su amado nieto.
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Pic: ever praying, The Pic-Poem Book - (K)Eros

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