jueves, 24 de octubre de 2013

de El Libro de Elías





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Nos cuesta mucho tomar conciencia de que cuando creemos hacer el bien a alguien diciendo en qué se equivoca o en qué debiera cambiar, estamos simplemente proyectando nuestros miedos y frustraciones a alguien a quien en realidad ni atisbamos. El daño, si la otra persona no sabe protegerse, queda ahí, y cuesta mucho tiempo perdonar, no tanto al otro, que al fin y al cabo creía hacerlo con la mejor intención, como a uno mismo por haber creído en esa imagen que otro formó por nosotros. Imaginad así a los niños. Se transmite de generación en generación, no en forma de palabras sino de sombras, rencores y pensamientos destructivos inconscientes que anidan en el campo energético de cada cual. Nadie tiene la culpa de nada. La Guerra Civil, cualquier guerra, con sus pérdidas y exilios, con sus rupturas y divisiones sangrientas, es un poso energético que aún pesa en las emociones de muchas personas. Si no se ataja desde el perdón, esa energía desatada retorna en forma de golpe duplicado. Serbios y Croatas, Americanos y Japoneses, Alemanes y Judíos, Judíos y Palestinos... Este principio es de aplicación universal.
L expurgó en sus carnes el dolor, escondido por la necesidad de seguir adelante. No tuvo nunca los mecanismos mentales que la escudaran de semejante lluvia de energía, de lucha por sobrevivir, de vida. A su hijo mayor, R, de sensibilidad tan extrema como la de la familia materna, casi le cuesta la vida en más de una ocasión, afanado en huir de semejante vibración en un nivel espiritual desconocido para el resto. La mayoría de padres de la posguerra se ausentaron de su papel afectivo con los hijos---al fin y al cabo reprodujeron lo que mamaron, sin más conciencia de ello---para entregarse en sacrificio a subsanar las carencias materiales y darles lo que ellos no tuvieron, delegando en las madres la educación.
Tras un breve silencio, mientras Z colaba la pasta, habló de su hermano A. “En el fondo, me da pena”, dijo. “Cuando mi padre muere, el embarazo de A es un estorbo para la abuela. La verdad es que, con cuatro hijos y en aquel tiempo, la abuela lo pasó mal. Y no trató bien a A”. La ascensión de A en el mundo de las finanzas, de los negocios millonarios, va acompañada de un exilio familiar al continente americano. La rabia, la furia que siempre le caracterizó, recayó a su vez sobre su hijo mayor, al que en más de una ocasión golpeó y maltrató. Esa imperiosa necesidad de acumulación de riqueza y reconocimiento egocéntrico ha sido siempre una contestación a algo invisible que quizás sólo al final de nuestros días, como ciudadano Kane, logremos entrever. En cualquier caso, es el verdadero regalo que se nos da, aún si es en el negativo de la vida, o dicho de otra manera, por negación para saber lo que no somos.
Tía y sobrino saborearon la excelente pasta en absoluta calma. Desde la ventana de la cocina, se adivinaba el mar en la salida de la ciudad hacia Castellón.
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 Esa prominencia desató uno de los acontecimientos clave: el dueño de la empresa de autobuses, el marido de Z, fue señalado al estallido de la Guerra Civil por uno de los trabajadores de la empresa y fusilado casi de inmediato por milicianos descontrolodados. Se le acusaba de pertenecer a la CEDA. R dice recordar, siendo niño de brazo todavía, la noche en que, allí, en la casona de Requena, vio salir a su padre en pijama, escoltado por un grupo de desconocidos, para no volverlo a ver nunca más. Cuando relata cómo muchos años después, allá por los 70, reconoce los restos de su padre en una fosa común en Sagunto, su hermana Z II le desmiente diciendo que él no estuvo presente en ese acto, que a aquel lugar sólo acudió Z I.  Es traidora la memoria en cuanto que se tiñe de emociones, o vestigios de emociones ocultas, desvirtuando en imágenes que ella misma crea lo que realmente ocurrió. Quizás el hecho de que su hijo, R IV, le preguntara, se interesara por el pasado, le hacía narrar los hechos en primera persona-testigo como una manera de dar rienda suelta a un rencor amagado que sin poder evitarlo transmitía al hijo. Lo único válido serían los dos hechos irrefutables: la muerte y el reconocimiento de los restos del padre que le arrebataron. Debe ser duro, muy duro, perdonar algo así y no trasladar ese dolor, ni una mueca al respecto, a tus hijos en un gesto de nobleza que engrandece. Sólo a preguntas de los hijos hablaba de aquel hecho singular y, entonces, debía ser muy difícil contener los posos emocionales del tiempo. Una forma plausible de liberarse hasta cierto punto, sería colocarse en primera persona, testigo directo.
            Hay otro hecho que R III contaba al respecto. Tener en su bolsillo la carta en que aquel hombre acusador señalaba a su padre como víctima necesaria. Tener el nombre de esa persona merodeándole durante noches y noches deshaciéndolo hasta el silencio en el intento de comprender la esencia de lo humano y perdonar. Tener al hombre cercano en un autobús de la empresa, años después de acabada la guerra y contener todo atisbo de dirigirse a él cuando tu vida ha transcurrido entre internados sin ni siquiera poder visitar a tu madre los fines de semana. Contaba R de un viaje entre Cofrentes y Requena, una parada fuera de sitio del autobús para recoger a un hombre que hacía señas a un lado del asfalto. Era él.
            De nuevo, en este caso su madre, Z I, le desmiente en el primer caso. Fue Z I quien tuvo esa carta en sus manos dándole así la posibilidad de denunciar, al amparo de las leyes fascistas que la favorecían ahora, al instigador. Y así lo hizo. Reflejo de lo que debió ser aquella guerra y sus postrimerías es que el abogado defensor del supuesto culpable era uno de los C, primo hermano, por, sencillamente, cuestiones de camaradería y antiguos débitos, amistad. Frente a frente en el tribunal, Z I pudo mirar a los ojos del hombre que acusó a su marido y padre de sus cuatro hijos por un delito que sólo la demencia de los tiempos pudo, como en tantos otros casos de un bando y de otro, dictarle a su empequeñecida y embrutecida conciencia. Salió absuelto y allí terminó toda clase de ‘justicia’. Nunca en las palabras de la gran matriarca se le oyó referencia alguna a lo que ya le concluyó, salvo este referir, exento de matices emocionales, el hecho, siempre bajo pregunta de algún nieto.
            Sin embargo, la furia anticomunista se podía detectar a través de otros canales. Una poderosa imagen en el recuerdo es la de su nieto J bajando las escaleras de la casona de cuatro en cuatro escalones mientras unas cuantas perchas caían desde arriba al grito de “¡Comunista! ¡Fuera de mi casa, comunista!” El joven J era entonces un universitario brillante, de izquierdas declarado y con ciertas tendencias proselitistas o salvacionistas. Redimir a la abuela de su confusión ideológica, en su casa, en su mesa y delante de testigos, podría definirse como maoísmo militante, del duro, y tuvo los cojones. Pero la gran matriarca tenía la fuerza y el coraje de una diosa primigenia, y no se cortaba. Es agradable visualizar ahora esa misma sangre colindando la una con la otra, la misma energía, el mismo coraje ensamblándose, chocando como olas de mar en cuyas crestas se adivinara la pasión de vivir. Y pensar, al mismo tiempo, que todo vestigio de rencor pueda lavarse cuando todo hijo pueda creer a sus padres en paz, aún si para ello hace depender esa paz, la suya y la de su entorno, del hecho de hallar sus tumbas como otros ya hicieron.
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Pic: la fractura, The Pic-Poem Book - Nature

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