jueves, 21 de agosto de 2014

de Cubalibre, Alcohorelas

...
 Kärstin y Lázaro eran famosos esa temporada en el hotel. La rubia germánica chillaba como gorrino en pitanza ca’a vez que el negro Lázaro la daba un fuetazo. Sus encuentros eran purito festival hotelero ‘e atracción turística. Luego ella, satisfecha, lo tiraba ‘e la rum y él, el niche zumbón que no hacía sino pedirla matrimonio pa salir ‘e Cuba legalmente, le montaba un auto sacramental en la puerta, ‘e rodillas suplicando lloroso por su amor. Los chillidos ‘e ella y los lloros suplicantes ‘e él tirao en el suelo ‘e su puerta ‘espués ‘e ca’a bajá al pozo se convirtieron en seña ‘e identidá ‘el hotel aquella temporada. Como canto ‘e gallo en la granja, señal horaria, consorte, usté me comprende.
 Kärstin no sabía cómo quitárselo ‘e encima, pero si el hambre la volvía a apretar y no había otra mandarria prieta que la hiciera gritar ‘e mundanos aleluyas, cedía a la trabajada paciencia ‘el macizo Lázaro. Lázaro, amén ‘e cumplir sus objetivos nocturnos, era el animador cultural ‘el hotel. Procuraba jóvenes fleteras mestizas o prietas a los blanquecinos pichidulces que intimaban con él. Las sísters, educadas y sensuales, sólo pedían un ‘regalito’, pero el trato había ‘e ser cortés como correspondía a su nivel cultural y, ‘esde luego, si el agasajao era ‘e su gusto.
 A los morenos ‘e la isla les trastorna el rubio dorao ‘e las centroeuropeas. Cuando en la oscuridá ‘e algún club o cantina divisan los reflejos valkirianos, sus trabajaos cuerpos s’enduresen como roca volcánica, dan un filo y pa allá que van a ver si atan el burro al guayabero.
 Lázaro, amable el hierro, acompañó al galleguito a la rum. Las arcadas ‘el galleguito ganaron en ‘esibelios aquella noche a los aleluyas ‘e Kärstin y a las llorosas súplicas ‘e Lázaro. Cuando sus compadres llegaron a la habitación, el tipo estaba tirao en el suelo con la cabeza llena ‘e sangre seca. En su reventar como un siquitraqui, había partido el anaquel ‘e mármol ‘el lavabo a cabezazos, chen. Había embozao la pila.
 Al día siguiente, roto, se fue a tirarse un fregao con botella con mi compadre el a’elantao Salazar, el maestro ‘e las aguas caribeñas. Se pasó el trayecto vomitando por la borda, pero el tipo se tiró al agua sin cursillo ni ostias y metió pa’ pescao en eso ‘e bucear. Bajó a diecisiete metros flotando en el limbo acuático como pez en su salsa. Ayu’ó a Salazar a pescar con pistola llevándole en un aro las presas. Lo único que tenía que hacer era coser los peces en el aro metálico por los ojos. Una barracuda vino a curiosearle, pero el tipo la vio pasar junto a él, “bandeja ‘e plata reflectante” me dijo luego, como a uno más ‘e la Cuba libre. El galleguito, jamaliche perdido por la resaca y el buceo, se jamó tremenda langosta, bróder, en honor a Cuba.

                                                        II

 Estaba flotando en el mar caribeño, transparente en ese azul que se hace incoloro en tu presencia, relajado a esa tibieza húmeda, adormecido, cuando llegó Elías, el español inquieto, así es como le llamé desde entonces para mis adentros. No sé si chocó adrede conmigo o fue por accidente, pero enseguida mi sangre austriaca aprendió a abstenerse de una compañía prolongada con él. Yo, que había venido a desconectar de todo y de todos con mi mujer, a disfrutar de este calor y de esta arena lisa tan distante del verde, del frío blanco, de lo monumental. Elías parecía querer implicar a todos en su fiesta continua y yo, y mi mujer, lo único que queríamos era no hacer nada, hablar lo mínimo, disfrutar sin ruido de aquellos parajes ajenos, flotar ajenos en nuestros salvavidas.

















 Se bañaban él, su compañera Elisa y un amigo común, Lliso o algo así le decían. Elías tiraba de ellos, así que eran Lliso y Elisa quienes parecían formar pareja. Teníamos oportunidad de sentarnos en los mullidos asientos de recepción a la hora del té y charlar allí de nuestras aventuras por La Habana o el interior. Íbamos en el mismo paquete turístico, veinte días en la isla, quince en este hotel y cinco en otro del sur, había que convivir aunque fuera mínimo el roce. Gertrude y yo, un regalo de ella, estábamos experimentando con las chicas cubanas que el animador cultural del hotel nos presentaba y pretendíamos discreción. Elías era la antítesis de la discreción. Sus hazañas y las de sus acólitos tenían prensa. De hecho, empezaba a ser conocido en el hotel por sus historias.
 Elías llevaba siempre la cámara a cuestas, una Yashica que según él le había comprado su padre terminada la carrera. No recuerdo bien a qué se dedicaba pero, desde luego, el chico era intenso. Se pasó más de un día recorriendo La Habana y haciendo fotografías a todo lo que se moviera, a todos los edificios que por algún motivo llamaran su atención, desde las tabernas que Hemingway frecuentara a los garitos oficiales, a los patios de las casas en sus penumbras y soles, a sus gentes en plena actividad cotidiana. Hasta intentó sacarle una foto a un cambista de dólares cuando creyó que tenía la suficiente confianza. No sólo no le sacó la foto sino que aquel le timó todo lo que pudo. el cubano es el caribeño más despierto.
 Habían alquilado un buggy de ruedas gordas y se dedicaron a perderse por la costa. En una de aquellas carreteras llena de socavones por la falta de mantenimiento, consiguió que Elisa fotografiara la huida de miles de enormes cangrejos negros corriendo despavoridos hacia la playa mientras las ruedas los reventaban con un seco sonido de carcasa resquebrajada y dejando tras de sí un rastro necrófago para los compañeros de especie. Haciendo locos zig-zags para evitar el atropello casi arramblan con una de esas camionetas desvencijadas, parada al borde del camino por falta de combustible. En el susto, gallinas y gansos saltaron también despavoridos del camión ante el asombro de los dueños. Elías siempre provocaba estampidas, de animales o de personas.
 El caso es que hicieron amistad en el comedor con una exótica familia cubana. Un matrimonio mixto, él criollo, ella negra, el hijo blanco y la novia de éste mestiza. El Estado recompensaba a sus proletarios con una semana gratis de vacaciones en aquel hotel cercano a La Habana. No me extraña que hicieran amistad. Alterio, el padre, era también un ser expansivo que se hacía de notar en los almuerzos. Cruzaron un par de palabras de mesa a mesa una mañana y acabaron desayunando todos juntos. Minerva, la madre, Bonzo, el hijo, Catalina, la nuera y los tres españolitos.
 Los desayunos en el comedor, un gigantesco círculo alfombrado de rojo iluminado por la luz colgante de enormes lámparas en el perímetro y la reina lámpara en el centro, eran una fiesta para los sentidos. La comida se mostraba en una gran mesa giratoria central y allí acudíamos a servirnos todo tipo de exotismos gastronómicos. Pero los desayunos eran algo bárbaro, todos los colores de la fruta tropical y sus jugos, aparte lácteos y bollería, relucían desde un intenso amarillo solar, desde el verde selvático, el anaranjado crepuscular.
 El grupo desayunó entre risas y acercamientos. Alterio ofreció un habano a Elías y ambos remataron la velada matinal con el cigarro cubano. Todos contentos, Alterio invitó a Elías y sus amigos a tomar “ron a lo macho” en su habitación a eso de las cinco. Aceptaron, aunque Elías y Lliso se miraron luego por si alguno de los dos había oído alguna vez hablar del ron a lo macho. No, lo probarían.
 Aparecieron a las cinco en la habitación de la familia cubana. Alterio se mostraba muy complacido por tener allí a sus nuevos amigos gallegos, era hombre de corazón y quería impresionar, agasajar a sus invitados. Minerva sacó vasitos pequeños, como de chupito, y una botella clásica de las de farmacia antigua con un líquido que a la vista semejaba agua. “Ron a lo macho”, dijo Alterio exultante mientras servía el misterioso líquido. Catalina se abstuvo, no así Elisa que quiso catarlo.
 Recordaba a la Grappa italiana, seco, sin aspavientos iniciales en el paladar o la garganta para cogerse luego al pecho. El gesto de Elisa lo indicaba todo. Ella y Lliso se sentaban tranquilos en los cómodos sillones mientras Alterio y Elías compartían el sofá. Minerva se sentaba en el brazo de este al costado de Alterio. Su pelo afro algo canoso concedía a su tierna expresión un velo de autoridad maternal. Bonzo y su novia se sentaban en las sillas, junto a la mesa, en actitud expectante, interviniendo esporádicamente de forma arrebatada para apoyar las historias del padre.
 Estaba claro que el tirón sucedía entre Alterio y Elías. Eran dos entidades afines que comulgaban en sus bromas y en la forma de narrar sus historias. Hablaban de Cuba y España, de que a lo mejor estaban allá por la abuela cubana de Elisa, de cómo sobrevivían en la isla, de cómo sería cuando Alterio visitara España. Ambos se expresaban gesticulantes con grandes risotadas, como si con sus brazos abiertos quisieran acaparar el aire, dibujar para sus contertulios las escenas que describían. Y no por falta de vocabulario, sino por una extraña necesidad de expansión, de creerse sus propias historias y convencer con ello a sus espectadores.
 Había pasado una hora aproximadamente. Minerva y Alterio seguían sirviendo el ron entre sus invitados. Sólo Elisa y Catalina pararon al primer vaso. Inesperadamente, Bonzo se levantó de su silla dejando a Alterio con la palabra en suspenso y el brazo alzado mientras le miraba con un signo de interrogación en las cejas. Elías, Lliso y Elisa miraban del uno al otro intentando comprender. Al dar un paso en dirección a Elías, Bonzo cayó de bruces poniéndose a cuatro patas sobre la estera. Hubo silencio, pero para sorpresa de Elías, Alterio y Minerva observaban a su hijo con una sonrisa, la de Alterio hacia la burla, la de Minerva hacia la ternura. Catalina, la novia, se comportaba tal nada. Bonzo, gateando por el suelo se llega hasta Elías, alza la cabeza como un perro vagabundo y le espeta algo así como “Zzddacetdabuzzze…”.
 El espanto inicial de los españoles quedó sofocado por las comprensivas miradas del entorno familiar. Lliso miraba a Elías aterrorizado preguntándose si se trataba de un ataque de epilepsia. Elisa se acomodó en el sillón tragando saliva. Elías miró a Alterio: “Tranquilos, está borracho”. Lliso, instintivamente, puso el vasito del ‘macho’ en alto para ojear de nuevo aquel líquido transparente. Elías, con cierto disimulo, estudió aquella agua bendita cenitalmente, el vaso entre sus piernas. “Ala, asere, al catre”, dijo Alterio haciendo una indicación a Minerva. La madre, acariciando el cuello de Bonzo, condujo a este, que seguía a cuatro patas, a uno de los dormitorios mientras lo que le quedaba al chico de cerebro iba emitiendo sonidos indescifrables al tiempo que levantaba la cabeza como un can indignado soltando ladridos en la oscuridad.
 “Nada, chen, le dio el cañangazo, tú tranquilo, ambia”, y Alterio llenó los vasitos para brindar por la Cuba libre. En plena expansión, Alterio hizo generosa oferta a los españoles: “¿Por qué no venís a pasar un día al pueblo con nosotros? Minerva preparará tamal y arroz con frijoles, lo pasaremos divino, gallego”. Elías aceptó en nombre de la representación española. Lliso asintió. Había decelerado la ingesta del agua bendita en vista de lo que le había ocurrido a Bonzo. Catalina y Minerva se sonreían.
...
Pic: La Habana, The Pic-Poem Book - Cities

No hay comentarios:

Publicar un comentario