Pic: neon feet - The Pic-Poem Book - (K)Eros
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La noche se presumía movida. Había que vigilar la casa e intentar interceptar al correo. Alguien de arriba dio la información, procedente, al parecer de los hackers de wikileaks, información enviada por correo electrónico antes de ser derivada a los principales periódicos europeos. Esos cabrones no sólo estaban bajándole los pantalones a todos los intocables bocazas de la clase política y bancaria, jugaban con la prensa y jugaban tan sucio como políticos y poderosos. Verdaderamente desconozco el objetivo final si es que hay algún otro que no sea ponerles un espejo delante para que vean su propia mierda reflejada mientras les sale por la boca.
Da igual. Aquí, en la Plaza de la Virgen de Valencia, horchata fuera de temporada en mano mientras el agua de la fuente le pone música a este viaje al pasado renacentista mediterráneo, sencillamente consiento que mi cabeza se entretenga con esos pensamientos mientras no dejo de mirar el edificio donde dicen vive el venerado entonces, denostado ahora, Calatrava. Algún solitario toca la guitarra sentado en las escaleras de la Catedral. Más allá un par de chavales hace malabarismos con las caras pintarrajeadas y ropas de mimo.
De repente, como en un soplo, meneo mi hombro derecho. Me cercioro de que la pistola está ahí, en su funda. Como si me hubiera ido y el aire me recordara para qué estaba allí. La luz del salón está encendida y las sombras se proyectan en las cortinas que dan al balcón.
Plantearme para quién estoy jugando la partida es inútil. No tengo interés en ello. Me pagan bien y en esta ocasión sólo se trata de verificar y dar la información al jefe. Pero el instinto me dice algo cuando meneo el hombro de esa manera. No tengo intermediarios entre el jefe y yo. Me cita aquí, en el Carmen, una tasca que conserva la apariencia de la antigua bodega que debió ser y allí, en el último rincón, tranquilos, me da un sobre con el anticipo y el objetivo. Esta vez me ha pedido calma, una simple rutina de verificación. Sin embargo, entre los sorbos de horchata, no puedo evitar elucubrar que este cabrón del jefe debe pertenecer a algún cuerpo de inteligencia estatal sin que necesariamente esté vinculado a partido político alguno.
Da igual. Allá sale el individuo de la finca. Es un tipo rechoncho, calvo, con gafas redondas, de lo más vulgar, siempre pasaría desapercibido en cualquier trama. Dejo un par de euros en la mesa y le sigo por detrás de la Generalitat. Sí, es él. Sí, ha pasado el mensaje. Eso es todo. Llama un taxi. Cuando está abriendo la puerta, un motorista hace una extraña maniobra, le pasa por detrás y el acompañante le suelta un tiro a bocajarro en la cabeza. El tipo cae desplomado en pleno centro de la ciudad con la cabeza como una sandía abierta en mitad de la acera.
Esto no estaba en el guión. Erizado como un puercoespín salgo de la escena tan rápido como puedo. Me fui a casa. Me preparé un buen zumo de limón desintoxicante y me tumbé en el sofá. Ni puta idea de qué cojones estaba pasando. Tengo prohibido usar el móvil. Hoy en día los satélites van que vuelan y el jefe lo quiere todo en persona a ser posible. Mañana le veré. Mientras, lo de costumbre. Algo de lectura, algo de música clásica, algo de televisión.
A la tarde siguiente acudí al lugar de cita. Me senté junto al barril del fondo y esperé. El jefe no acudió. A punto de irme, una rubia despampanante con gafas oscuras se sienta junto a mí. Sus labios son alarmantemente gruesos con una invariable expresión de asco. No levanto la vista de mi vaso. Ella, como si nos conociéramos de mucho, dejó su pequeño bolso negro de ante sobre el barril, sin quitarse las gafas.
— Quieren hablar contigo. De lo de ayer.
— ¿Nos conocemos?
— No hace falta. Ayer, el tiro al correo. Alguien lo grabó todo. Sales en encuadre, guapetón.
— Señora, no sé de qué me está hablando. Le ruego me disculpe.
Me levanté sin aspaviento alguno y salí a Cavallers. La mujer quedó junto al barril. La cosa pintaba pero que muy mal. Cogí un taxi allí mismo. Iba a saltarme las reglas y visitar al jefe. Una ligera sospecha me empezaba a zumbar por el cráneo. El jefe vivía en la zona residencial de Alfahuir, muy cerca del templo de mi pasión, la horchatería Daniel de Alboraya. Daba por hecho que alguien me estaría siguiendo así que hice al conductor me llevara primero al puerto. Allí, donde de joven había trabajado hasta fajar músculos y torso de acero e ir escalando de puesto hasta la oficialidad, tenía acceso tanto a oficinas como a contenedores o amarres y me era fácil dar esquinazo a cualquiera. El puerto era uno de mis laberintos preferidos en la ciudad para deshacerme de algo o de alguien. Al anochecer cogí otro taxi y, esta vez sí, fui directo a Alfahuir.
Sólo sabía el número de portal.
Sólo sabía el número de portal.
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