sábado, 20 de febrero de 2016

Valencia - Madrid - Cuenca - Requena, de El Libro de Elías ©

Traffic, the Pic-Poem Book, Cities


Love on the Line - Barclay James Harvest

 Encontrar la casa de Sito en Madrid tras bajar del tren fue toda una odisea. A estas alturas no le quedan a Elías recuerdos de ese periplo por la gran urbe, menos, de la dirección de su querido amigo en un cutre piso compartido por tres estudiantes venidos de provincias al todopoderoso centro político del país con permiso del País Vasco y Cataluña (etc, etc, etc). A Sito le había dado por estudiar Periodismo y en aquellos tiempos, diríase comienzo de los 80---Elías rondaría los 17 añitos y Sito, figura de hermano mayor y protector para aquel, no en vano era huérfano de padre, sobre los 20---, la Valencia de la Transición carecía de esa carrera, si acaso en centros privados.
 Elías ve una escalera oscura y la puerta de la casa que se abre. Sito, tras breve saludo, va por delante. Aún si era mediodía, aquel piso resultaba impenetrable para la luz del sol. Varias lamparitas de mesa daban un clima de local de citas a aquellos oscuros espacios del saber. De hecho, al pasar junto a un cuarto, Elías oyó con claridad el gemido de una mujer joven en pleno éxtasis sexual mientras los tabiques traqueteaban con el mismo ritmo que un tren de cercanías. 
 ---Es Luis, está con su novia madrileña---, dijo Sito con una leve sonrisa.
 ¿Luis? ¿Quién cojones era Luis? Como si le leyera el pensamiento, Sito le explicó que era el hijo del alcalde de Cuenca, también allí, en Madrid, por estudios. Esto recordó a Elías la conexión Cuenca de su querido Sito, más bien la conexión Requena-Cuenca que años atrás se había establecido por la calidad de los estudios de Enología que el pueblo natal de Sito, Requena, tierra de vendimia, ofrecía a las provincias limítrofes fuera de la Comunidad Valenciana, ese invento transicional. Los conquenses habían creado lazos de amistad y más de un embarazo no querido. Ahora mismo, otro conquense estaba creando nuevos lazos con una madrileña a base de orgasmos que, como Elías podía apreciar, generaba su propia música con base rítmica y vocalistas.
 ---Somos tres. Andrés, el otro, está en clases. También de Cuenca, reciote él. Su padre tiene un restaurante de puta madre en Tragacete. A ver si vamos para allá a comer el domingo---explicaba Sito.
 El motivo del viaje de Elías era acudir a un concierto de Barclay James Harvest en Madrid. Presentaban su último álbum, Eyes of the Universe. Una de sus canciones, Love on the line, había sido todo un éxito en Europa y la pinchaban en la radio sin descanso. A Elías siempre le había llamado la atención el nombre del grupo: resultaba difícil atribuirle sentido. Sólo mucho después supo que, a la manera de los cadáveres exquisitos de los surrealistas, el nombre lo compusieron sus fundadores sacando trocitos de papel de una chistera, como tantos otros azares cósmicos.
 Dejados los trastos, Sito abrió el papel de plata de un talego a estrenar. Según le explicaba, los tres estudiantes habían comprado unos cuantos gramos para consumo y, si se terciaba, vender algún talego a los amigos de la tierra. Fue una gran trompeta de al menos dos papeles lo que Elías y Sito se fumaron mano a mano sentados en un sofá rojo frente al dormitorio de Luis. Entre calada y calada oían la voz grave de Luis susurrando palabras de amor postcoito, alguna que otra risa de ella.
 El metro de Madrid era una experiencia nueva para Elías, en este caso distorsionada por la ingesta gaseosa del hachís: los contornos de la barra a la que sujetarse se curvaban como si estuvieran hechas de algún líquido espeso, y qué decir de los rostros innumerables de la gente que se agolpaba en el vagón danzando en el aire sinuosos hasta fundirse unos con otros en una suerte de masa harinosa coloreada.
 Elías cree recordar que el pabellón donde se daba el concierto estaba por Vallecas. Pasar del metro a las gradas de un pabellón oscuro, también repleto de una viscosa masa de gente, de un murmullo grave que parecía ascender del suelo, del humo inagotable que convertía el local en un fumadero de opio, ciertamente le acongojaba. Él y Sito se sentaron hacia el fondo, en el lado derecho mirando a un escenario levemente iluminado que Elías juraría enorme. Prepararon una nueva trompeta de Jericó capaz de tumbar cualquier muro que los sentidos interpusieran. Por detrás, más arriba, en dirección al escenario, un grupo de policías nacionales con su vestimenta marrón caqui cuidaban de que el fumadero siguiera siendo un lugar pacífico.
 Todo cambió cuando toda luz desapareció y el secuenciador de la Barclay reveló el ritmo latente en una escala mínima: Love on the Line, empezaban directamente con su éxito de ventas. En el primer acorde rompedor de guitarra, teclados y bajo, se enciende el escenario con un estallido de luces y aparecen los músicos en posición. El guitarrista, John Lees, parece caer del techo por el enorme salto con que entra en escena. Elías sabe que Sito no es muy amable con cierto tipo de rock limpio y perfectamente compuesto, sincronizado, ejecutado, e incluso el exceso de sinfonismo le molesta. Elías sabe que a su amigo le van más las figuras tocadas por el lado oscuro, un rock algo más desgarrado, vital sin ocultar las vetas sucias, callejeras, cotidianas. Su icono era Lou Reed. A pesar de ello, ambos disfrutan tranquilos el desarrollo del concierto.
 Hasta que el exceso de entusiasmo de John Lees en sus solos y movimientos de superestrella del rock parecen irritar a algunos de los vallecanos. El reflejo de una botella de cristal cruza desde la oscuridad del foso de espectadores hacia el rostro del rockero. El cerebro de Elías  tardó en identificar el ufo pues en absoluto esperaba semejante acontecimiento. Eso era más propio de conciertos punk o final de verbenas rústicas en alguna villa perdida. Reaccionó con la suficiente antelación como para verlo pasar rozando la oreja izquierda de John. En realidad, se había sincronizado con el cerebro de este, que tampoco esperaba una brecha tan violenta en su realidad inmediata: un pacífico concierto de rock sinfónico. Sí, cuando entendió lo que había pasado junto a su rostro y lo que no había pasado de haber roto en él dejó de saltar para lo que quedó de concierto. Un giro brusco pero a su vez de un disimulo y brevedad magistral le dieron a Elías todos los significados que necesitaba para entender. Elías pudo adivinar la trayectoria del misil que rompía en la base de la batería. Lo que la realidad temporal había desarrollado en dos, tres segundos a lo más, la mente del observador, en este caso la sincronía entre los cerebros de John y Elías, lo había transformado en una secuencia de bucle infinito ante la cual sólo el principio de incertidumbre podía liberarles.
 Elías miró a Sito. La trompeta humeaba al final de la inhalación. Sus ojos vidriosos seguían la escena musical sin que en apariencia su cerebro se hubiera percatado de variación alguna en el flujo de los acontecimientos. Elías sintió la tentación de preguntarle, ¿has visto...? Para qué. Aunque no era el concierto de su vida parecía estar disfrutando sin sobresaltos de la cantidad de watios que nos envolvía. Más allá, la policía nacional fumaba su droga legal, rubio seguramente, el Ducados huele que apesta...
















Pic: Lonely Road

On the Road Again - Canned Heat

 Es de noche. Los cuatro estudiantes van camino de Cuenca en un Opel Kadett B, cambio en volante, cuya producción había cesado allá por el 1973. Este dato anodino da idea del número de manos que lo habían conducido, del estado de la pintura y del milagro que era verlo rodar por cualquier carretera. Los tripulantes, con gafas negras, el copiloto, Elías, con melena oscura también, acababan de dar el toque suburbano, extraradial a la cabalgadura nocturna por las vías solitarias de la Cuenca profunda. En realidad el movimiento, visto desde fuera, era el de un botafumeiro libre de sus cadenas de sujeción por la cantidad de humo cannábico que como un tren de vapor dejaba su rastro por las líneas de asfalto.
 En un momento dado, con Cuenca a la vista, Sito, el conductor, decide parar a repostar al adivinar por sus luces una gasolinera abierta. Se la pasa al primer intento así que atraviesa el carril contrario para tomar la rotonda de cruce. Para en el stop. Elías ha visto la luz de un coche que viene. Se hace el silencio largo. Ese coche no llega. O va muy despacio o estaba mucho más lejos de lo que parecía. Da igual. Ni Sito cruza ni nadie dice nada porque ninguno de los tripulantes, los ojos como brasas, confía en las mediciones de su percepción. Aquello se hace eterno pero el silencio es imperturbable, ni siquiera se ríen de sí mismos. Se acerca, lo distinguen. Es una patrulla de la Guardia Civil. Al ver el desvencijado Kadett los agentes reducen aún más la velocidad por disfrutar del espectáculo de lo que pudiera haber dentro de semejante detrito post-industrial. Los estudiantes lo miran pasar con la boca abierta. Todos saben que en la guantera Sito ha dejado una cantidad considerable de tabletas envueltas en su papel albal. Luis exclama "¡Hostias!" al asociar la escena con el busto de su padre el alcalde hablándole directamente en la cabeza, pero las neuronas de todos, envueltas en la cosquillosa nube del hachís, tienden a la risa idiota, sobretodo cuando al cruzar y maniobrar para poner el coche junto al surtidor los cuatro ven a la patrulla girar rápidamente por el lado prohibido para ponerse justo enfrente del lisiado morro del Kadett. Cara a cara, gafas negras en noche sin luna, vehículo de algún extraño sistema solar, sí, lo de reír por no llorar, pero por dentro, muy por dentro. Sito, con la frialdad de un experto llanero, sale y pide le llenen el depósito. Nadie se inmuta, las estrellas sonríen. Los agentes toman nota. El Kadett sale de la gasolinera sin que nadie haya cruzado movimiento, gesto o palabra alguna. Llega a la Plaza Mayor de Cuenca, aparca. Los chicos toman el resolí típico del lugar servido en botellas con la forma de las Casas Colgadas. Este, amén del café, de la canela en rama, de las cortezas de naranja y limón, del azúcar, del clavo y del agua parece estar hecho a base de aguardiente en vez de anís. Es una tasca tipo aragonés con paredes en piedra viva. Luis y Andrés, ya en casa y sin percance alguno con los Guardias Civiles, disfrutan de la llegada entre bromas.
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