martes, 5 de febrero de 2019

Agaete

 Nos sentábamos sobre la arena volcánica muy cerca del dedo de Dios. El mar llegaba calmo en el atardecer y Tenerife se veía espléndida, una isla de idilio en lontananza. Esto era antes de que hicieran la dársena nueva para el ferry que venía de allí. Aún así, ver llegar esa moderna mole de transporte que gira justo antes de la pequeña rada de Agaete para medio esconderse de la vista a la derecha no era espectáculo banal. En todo caso, un contraste con la calma del atardecer cuando los livianos rayos del sol anaranjaban la imponente roca divina, la plácida arena, la mansedumbre de una orilla adormecida con nosotros. Contestando a esa luz, los pliegues oscuros, verdosos, gríseos y azulados del dedo celeste le conferían a la roca su majestuoso equilibrio.
 Vilna, la mujer yugoslava de rostro juvenil y mirada dulcemente triste, doblaba sus piernas, una encima de la otra, por el lateral, a su derecha apoyándose en su brazo izquierdo mientras nos contaba. No hacía nada las apoyaba contra el pecho sujetas con los brazos en una tensa contemplación del horizonte azul. Creo que dibujaba sin querer, allá a lo lejos, las tremendas imágenes de la devastación, la guerra de la que había huido. La aparente serenidad de su arrobo en el paisaje no vencía a los inoportunos recuerdos, esa lucha por sobrevivir al dolor con el analgésico azul del mar. Me decidí a preguntarle. Y nos contaba:
...to be continued

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