sábado, 14 de septiembre de 2013

La Casa de los Enanitos, de El Libro de Elías ©


Atlantis child - Asura
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 La Glorieta se llenaba de polvo cuando el viento subía por las callejuelas. "¡Que se hostien el Vizco y el nuevo!", gritó uno de los compadres, el Tomaso, el hijo de la Agustina, el más bajito, siempre es igual. Su padre arreaba la mula en la fanega de al lado de la de mi padre. 
 Todo el que llegaba nuevo a la banda tenía que zurrarse si quería estar con nosotros. El nuevo, Elías, era de la capital, y a los de la capi los guardábamos tiña. ¿Por qué? Eran los pijos, sólo aparecían por aquí en vacaciones. La costumbre, a hostias. 
 ¿Elías? Lo había visto separarse muchas veces de su gente, los nenes bien del barrio. Iba a su bola. Me fijé en él. Un día apareció con una bicicleta, preciosa, verde con ruedas de tacos y manillar a lo Harley, la primera que se veía así en el pueblo. Mis padres nunca podrían comprarme una, y entre usted y yo, aunque hagueran podido. Y menos como esa. Cogía­mos las suyas, enormes, negras, sin ningún adorno, el medio de tran­sporte de la casa. Montar y desmontar era la hostina. Había que saltar en marcha y subir arrancando con una pedalada, metidos en el cuadro. Así, ¿ve usted?
 El chico se piraba de su grupo y se acercaba. Lo recuerdo allí, quieto, a cierta distancia, mojigateando nuestros juegos. Chavos, canicas, navajas. ¿No ha jugado usted nunca a la navaja? Tenías que jincarla en tierra e ir haciéndote parcelillas hasta echar al otro.
 El día que apareció con su bici nueva no le dudé. Fui cara a él y se la pedí. Puso morros, pero lo juré que se le cuidaría y me la llevé. Recorrí todo el pueblo presumiendo de cacharro. ¡Hay que joderse, cómo disfruté! Salté lomas, crucé charcos, barro, mierdas, escaleras abajo, bancales, las Peñas, el Ciento Tres, la Avenida, asilo abajo, en una palabra, se la desguacé. Pocas veces tendría la oportunidad. ¡Vaya que si me acuerdo!
 Se la devolví hecha una güeña. Se cabreó, pero era buen tipo. "Te meteré en la banda, hombre", le dije. Eso le gustó. Y allí estaban Elías y el Vizco, a hostia limpia revolcándose como dos barracos. Se defendía bien, ágil, buen encajador. El Vizco, todo lo que sabía y más, siempre ponía la cara con los pesos medios, no podía con él. El tío, la camisola hecha polvo, no se calentaba. Gol­peaba o apartaba los golpes fríamente, sin mala folla, como algo que tenía que pasar. Y pasó, ya lo creo.
 El Indio, le llamábamos así por su piel tostada y la melena negra carbón, un ojo a la virulé de una antigua bronca que lucía como una medalla en el careto, cogió al chaval entre sus brazos. Aquella tarde el Indio era el mayor del grupo, así que él era el jefe. Cogió al chico y, sujetándolo las piernas, abrió el navajón de muelles. "Ahora te saltaremos el ojo, como el mío, ¿ves?". Con la punta entre el pulgar y este otro amenazó al chico. Elías no se movió. Aguantó como un tito.
 "¡Venga! ¡A volar! Dos bandas. Hasta la Fuente de Berna­te. En realidad, se la debiera llamar Fuente de Bernalte, ¿sabe?, pero de eso nos hemos enterao hace poco en el pueblo. Se ve que el Ayuntamiento la cagó al hacer un homenaje a un organista famoso o algo así, un tal Hernán de Bernalte, y al hacer el rótulo el operario se comió la ele. Hasta hoy. 
 Aquello, como en todos los pueblos que se precien, está lleno de fuentes. Teníamos donde elegir para escaparnos y por aquel entonces encontrabas el agua fría de los caños quitándonos la sed cuanto quisiéramos. Era de puta madre eso de agarrar la bicicleta y bajar a solas pa remojarte y pasar un rato con los pájaros y los arces de piel de serpiente, los chopos y los falsos castaños regalándote su sombra. Que si a la fuente Reina, a la fuente de Rozaleme, la de Gollizno, fuente Regidores, de la Pepa, La Canaleja, fuente Baldomeros. Como ve, donde elegir. La puta construcción, como en todos lados, se las está comiendo.
 Pero a lo que vamos. “Tú vies conmigo, chavalón. Tas portao", dijo el Indio. Sí, lo ha ascertado. Aquí empieza la historia que según usted él llama de los enanitos.
 Hacimos dos bandos. Yo en el del Indio, con el Elías. Cruce­mos la carretera y tomamos camino de la fuente como lagartijas. El otro grupo tenía que encontrarnos y habrían hostias. Más. Qué quiere, nos criamos con ellas y nos iba la marcha. Y no se piense que era broma. Tendrían que buscar en un aradio de cuatro y hasta seis kilómetros por entre cañadas, riachuelos, viñedos, bancales, frutales y bosque y lo que usted quiera. No era el escondite.
 Estaba nublado. Cansados después de un par de kiló­metros nos tiramos bajo un bancal, a cubierto entre matochos y caña. "¡Dionisio, vigía!", ordenó el Indio, y yo como un capullo de vigía.
 Aparecieron al fondo, despersos, sin presa, bajando el camino o saltando de terraza en terraza, rebuscando entre matas. Delante de ellos el paisaje sin más que algún labriego rema­tando la jornada, y seguía pabajo bancal a bancal con el camino igual que una brecha, hasta la fuente escondía por los árboles.
 "¡Ahí vienen!", avisé. "Tos pegaos al muro y sin respi­rar. Un ruido y sus corto los güitos. ¿Entendido?", dijo el Indio. Mandaba su autoridá así, capándonos. Se oyó una risita tonta y luego silencio. Elías se currucó abrazando las rodillas con­tra la pechera, serio, fatigao. Una chamusquina miaja rancia, no muy fuerte, corría por la guarida. Tomates podríos, chafaos, caídos del bancal de arriba o traídos por ratas o gatos desesperaos. El hierbajal seco arañaba las patas, crujía bajo el culo.
 "¡Ssssh!", de la autoridá. Un gato colgao asomó al pie de la terraza, detrás de las cañas. ¡Oiga, se le abrieron ojos como platos, no se le creía! ¿Qué pasa aquí? Si no llega a ser por el toque de queda, le fusilamos a piedra. 
 "¡Vizco, desde aquella terraza! ¡Dime qué ves!", se oyó no muy lejos. El Vizco posó como un cuervo encima nuestro. Al poco llegaron los otros. Sus voces estaban tan cerca que parecía mentira que no nos oyeran respirar. Ya no olía a rancio, olía a acojono, a sudor. El aire se podía embotellar. "Tira una china ahí bajo, no sea que están. A ver si alguno ladra", dice el Alemán, el gitano rubio, el jefe de la otra banda.
 Por unos segundos el silencio fue la leche, sólo remo­ver de rulos. Joder, cómo dolía. Espachurraos contra el muro, enco­gíamos el pescuezo igual que caracoles. ¿A quién le tocaría la chi­na? Un piedro igual que un bidón, sólo que lleno, cayó a un dedo de los pinre­les del Elías. No se meneó, pero puso los mismos ojos que el gato. No se lo podía creer. Si le hubiera caído encima lo hubiera chafao como a los tomates. ¿Entre qué locos se había puesto a jugar?
 "No hay nadie. Bajamos a la fuente. Seguro que han tirao pa la Finca Blanca", gritó el Tomaso con esa voz de enano re­friao que ponía. To lo que tenía de pequeño lo ganaba en mala sangre. Fue él el que intentó prender fuego a las cañas, pa segurarse. Suerte que no cogen bien. Aguantemos el humo el tiempo justo pa salir, to­siendo y cagándonos en la madre del Tomaso. Se iba a llevar más hos­tias que un esparto. 
 Andemos esos campos hasta al anochecer. El cielo estaba lleno de estrellas, refrescaba. Un alivio pal polvo y el aire pegajoso, oiga. Dejemos los viñedos, la uva aún verde pa hin­charse, y tomamos la trocha de vuelta, reventaos. Elías y yo íbamos a la par.

 

 "¿Ves aquella casa, entre los árboles?", le dije en voz baja (el Indio me corta los guisantes). En el claro de luna, una casona rodeada de pinos y castaños, como si la hicieran guardia. "Siempre parece abandonada, un misterio. ¿Ves las ventanas? Sin luz. Nunca hemos atrevío con ella, la Casa de los Enanitos la dicen. Salen de madrugá y pillan al que encuentran por los caminos. Luego lo convierten en uno de ellos. ¡Ya ves!, pero por si las moscas, nadie sarrima". Me hizo un gesto pa que continuara y allá se quedó con esa cara rara de gato que ponía. Fue la última vez que lo vi.
 Con los años marché a Valencia. A currar, el sindicato, el pece. ¿Un ordenador? ¡Qué hostias un ordenador! El partido, cachondo. Hasta que se me hincharon los güevos. Y monté esto, "La Misa Negra", los restos de una antigua bodega subterránea. ¿Ve esas tinajas al fondo? Auténticas. ¿No está mal, eh? Hace un par de veranos alguien se acercó a la barra y me dijo: "¡Mira ese! Me juego el cuello del abuelo que es el cha­val que desapareció en la Casa de los Enanitos". No lo reconocía, y qué coño me importaba. Sí, recuerdo bien a Elías. Esa manera de desaparecer, pero ahí lo dejo: en el recuerdo.

 El play de la grabadora saltó. Me alcé y cogí una de las libretas de Elías. Los muelles de la cama gimieron a una. Abrí por "La Casa de los Enanitos". Al hojear descubrí un subrayado: llama.
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Pic: the dwarfs' dwelling, The Pic-Poem Book - Nature

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