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El conserje me advierte con su mirada que soy un extraño en el edificio, que él está para algo. Se pone de pie y sale de su cubil para vedarme el paso. Muestra un entrecejo canoso, pero rudo. No tengo más remedio que darle los buenos días y preguntarle por Don Elías. Puerta veinte y me abre el ascensor. Mientras subo, una duda entretiene mi ascenso, una de esas estupideces que te atrapan en mitad de un acto vulgar a cualquier hora del día. Ese porte digno, repelente, de portero responsable, escuda a los "señores" de la finca, no cuadra con la conciencia de clases, cuadra con la necesidad de cumplir un papel en el teatro del mundo para ganarse el pan. ¿O es vocacional? Todo tiene pinta de pelas aquí.
Elías
hace mención en una de sus libretas a unas apariciones en el periódico. En sus
notas dice algo acerca de un par de barrabasadas a temprana edad, una de ellas
en su casa, la otra en el colegio. Me costó trabajo asociar ideas hasta dar con
el suceso. La calle, la edad del niño. Los padres de Elías viven justo donde el
viejo señalaba. Aunque el hecho no añadiría nada a mi investigación, decidí
buscar. La noticia era lo suficientemente inexplicable, curiosa. Nunca sabes
dónde va a saltar la liebre. La cuestión es: ¿he perdido el tiempo? Sigo igual
que estaba. Mentira, me apena la historia del viejo, pero sigo sin tener idea
de dónde pueda estar Elías.
Desde hace un mes no he hecho otra
cosa que viajar, escuchar y leer los libros, los diarios, las libretas o como
quiera llamarse el material de este personaje. No sé con qué cara le voy a ir al
jefe. Desde que le propuse investigar al
tipo este y su misteriosa desaparición no doy pie con bola. Me juego el puesto
en el periódico. Mi olfato para los sucesos extras no me ha traído hasta ahora
el suculento manjar que necesito. Pero este tal Elías es distinto. Lo sé. Está
en sus poemas, en sus escritos, en su extraño y huraño modo de vida. Desde que le vi aparecer por la redacción para
promocionar su último libro me fascinó. O en aquella presentación en La Casa del Llibre en la que arremetió contra
todo y contra todos sin que apenas nadie se enterase de lo que estaba
diciendo. Un fondo violento sutil,
invisible y clamando por un mundo mejor en su discurso. O era al revés. Curioso
personaje. Y en el cenit de su carrera
va y desaparece. Ahora me toca hablar con los padres de Elías. Le nombro como
si nos conociéramos de tiempo.
El conserje me advierte con su mirada que soy un extraño en el edificio, que él está para algo. Se pone de pie y sale de su cubil para vedarme el paso. Muestra un entrecejo canoso, pero rudo. No tengo más remedio que darle los buenos días y preguntarle por Don Elías. Puerta veinte y me abre el ascensor. Mientras subo, una duda entretiene mi ascenso, una de esas estupideces que te atrapan en mitad de un acto vulgar a cualquier hora del día. Ese porte digno, repelente, de portero responsable, escuda a los "señores" de la finca, no cuadra con la conciencia de clases, cuadra con la necesidad de cumplir un papel en el teatro del mundo para ganarse el pan. ¿O es vocacional? Todo tiene pinta de pelas aquí.
Me abre la puerta la mujer del servicio. Al poco estoy
frente a padre y madre.
No fue tan desagradable, un buen vino y algo de charla, no quisieron
excederse. Está claro que el hombre sabía de caldos. Me obsequió con un Vega
Sicilia y en la mesilla donde apoyábamos las copas descansaba un completo
códice enológico. Supongo que el hecho de que viniera a hablar de su hijo, la
posibilidad de que trajera noticias de él, le estimuló hasta el punto de
representar todo el ritual de cata. Había abierto la botella poco antes para
que adquiriera la temperatura propicia, había escogido las copas de mejor
resonancia y tacto, me sirvió primero para dar el visto bueno como si en un
restaurante de nivel celebráramos el regreso del hijo pródigo.
La mujer, sin embargo, no hizo sino los mínimos ademanes de un encuentro
social, desapareciendo de la escena en cuanto tuvo ocasión. La forma en que
salió del comedor denotaba una enorme falta de esperanza. Hacía ya mucho que
dejaron de saber de su hijo. Las posturas entre padre e hijo se habían
radicalizado, según pude deducir, hasta que la cuerda se rompió. Una nebulosa
enfermiza enrarecía el ambiente. En las anécdotas que el padre refería pude
distinguir, a pesar del vino y su esfuerzo, el fulgor amargo de sus ojos. En la
madre era visible el decaimiento de una pérdida. Pero se tenían el uno al otro
y eso mantenía su dignidad.
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Pic: writing, The Pic-Poem Book - The Artist
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