miércoles, 23 de julio de 2014

Cuando Orfeo

A Paraíso Terrenal, de Ricardo Llopesa

 El hijo de la puerta doble: el aedo en el tercer trago patea puertas de eternidad, rabia más allá del gesto. Dionisio, rey sagrado hermafrodita simula a la reina en los ritos de la tribu. Pechos de artificio, cuando aquella sociedad transitaba del matriarcado al patriarcado. El demoníaco bebedor es un ser andrógino. No otro puede acceder, aun conociendo las sendas del Vino-Llave, a la puerta doble. El poeta accede "prostituta altiva". Los secretos del rito se hacen verdad en sus palabras porque estas surgen de la existencia. Se hacen necesarias. Sólo las necesarias sobreviven. Necesidad y vivencia otorgan a su arte el don de la verdad, convierten su poemario en llama primogénita.
 Cuando Dionisio invadió Tracia, Orfeo no rindió los honores debidos. Continuó predicando la doctrina que tanto irritaba a las Ménades, a Afrodita, al propio Dionisio. Censuró su promiscuidad, celebrando el amor homosexo.
 Es de noche. Las nueve sacerdotisas orgiásticas de la luna sacrifican al toro, rey sagrado al que después devoran. Festival de Primavera, como el de las Leneas, en Atenas, que ofrendaban a Sémele, como las nueve brujas que siglos después matan y devoran al acólito de San Sansón de Dol. De repente, Dionisio, con ira rebosante en el filo de sus armas, deviene sombra en las sombras del templo. Las mujeres descargan sus tajos sobre el toro, apocalipsis ahora, la cabeza de Orfeo arrancada. Dionisio sale. En la luz negra de la noche, el dios nuevo cierra el ciclo degollando a las vestales. La cabeza de Orfeo, arrojada al río Hebro, llegó al mar. Allí siguió cantando hasta arribar a Lesbos.

 En verdad, Orfeo no rechazó el culto a Dionisio. Era Dionisio sonando el tosco caramillo de Halys, no la lira civilizada. Así Proclo, comentando la Política de Platón: "Orfeo, porque era el principal en los ritos dionisíacos, se dice que sufrió la misma suerte que el dios".
 El poeta optó hace ya muchos años por la más maldita de las transgresiones, el sacrificio ritualizado, no mera conciencia, de lo "real", de los seres allegados que lo pueblan, de su propio cuerpo en la dilatación del instante hacia lo eterno.
 Está sentado en la cervecería Madrid de Valencia, lectura de jóvenes poetas. Haces de humo sobre cabezas y manos que gesticulan. Murmullos. Risa fémina, suave tacto de poetisa virginal. Y cómo no, el corpóreo aroma del vino.
 Súbita, rasgada a cuchillo, la escena se abre. El tiempo se detiene. El poeta tienta el paraíso. Cuando retorna sólo sabe un invisible que ha sacudido el mirar. Ha visto algo que trasciende la física de aquella reunión, movimientos que superan los moldes del gesto, sonidos que no son voz. Está en camino. Allí, en la cervecería, accede a la puerta doble. ¿"Segundo trago"?
 La velada terminó. El poeta yace silencio vegetal, precio pagado. Su cuerpo habita falto de luz tras la luz. Vino. Más allá del tercer trago. El cuerpo muere en una opción que revienta lo real, a quien duela, maldita. El bebedor demoníaco hará que Verlaine se dirija a Rabelais "entre las llamas del infierno", la misma llama que le arde y le ilumina. Vivencia.
 Necesidad. Como la cabeza de Orfeo, el poeta deja la suya flotar hasta Lesbos, vieja sede de la música lírica. Entona a cálamo un saber prohibido, paraíso que no será más tras la muerte.

         Date prisa, muchacho,
         apresúrate a beber el vino de Ispahán, 
    ... que la muerte sólo se lleva contigo
        el delirio de lo vivido

 El paladar desértico de los hombres grises es incapaz de beber en las fuentes de esta maravilla líquida. El buen catador pateará la apología fácil del alcoholismo. Aqua vitae­ nos redima de lo gríseo.
 Sobre la roca de Harlech, al norte de Gales, podréis oír al degollado rey de los alisos, Bran-Foroneo-Dioniso, entonar su canto. Orfeo, hijo de Halys, suena el caramillo.

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