jueves, 24 de julio de 2014

de El Libro de Elías


Silhouettes - Of Monsters and Men
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Aurelio Márquez

 Aurelio Márquez había de agonizar su combativo pasa­do, la memoria de la guerra y el exilio, en la soledad oscura de la vieja casona paterna, tan oscura como andar por ella a velas. Había de arrastrar las ennegrecidas arrugas del más hondo desencanto. Pero ahora, frente al pelotón de fusilamiento, en las márgenes del hilacho de agua que es el río Mundo, entre los perales de un bancal cercano al pueblo, es el pasado lo que se agolpa a sus ojos en la forma de un chorro de agua incesante. 
 Una brisa helada azota la frente y leña quemada arde las ropas de muertos que yacen ya en blanco de cal. La fosa común rebosa, todo el día camionetas requisadas a la caza de rojos e indeseables, mari­quitas y gitanos. Putas no, desarrollan labor social.
  La noche adviene con su tufo de muerte enrojecida por las llamas y la sangre seca en tierra. Los frutales desfallecen de frío. Aurelio ve en los ojos de sus asesinos los ojos del pelo­tón que fusiló a su padre con balas Dictadura Primo de Rivera y se pregunta estúpidamente cuántos golpes de Estado iban del siglo diecinueve a mediados del veinte para saber qué número le tocaba a él y cuál a su padre, Gabriel, en la ruleta de la historia. 
 Gabi, como era conocido en el barrio de Chamartín, en la Madrid de principios de siglo, regentaba un taller de orfebre­ría con venta al público. Sus pececillos a base de escamas de oro talladas comenzaban a ser populares allende la barriada, un re­cuerdo en honor al mar que lo trajo desde Colombia de la mano de su padre, Don José Arcano, inventor de inimaginables. El destino inicial había sido, azar de azares, Requena, rincón oculto a los crueles secuaces del legítimo gobierno colombiano que le rastreaban como al último perro sarnoso de la república.
 Don José Arcano llevaba en el zurrón de su memoria aquel topónimo como una añoranza de sus veladas con el sabio catalán ex­traviado en el páramo colombino que, en el calor de la trastienda de su librería apelmazada por el saber añejo de miles de li­bros tan extraviados como él, le contó una vez las aventuras de un señor al que llamaban El Cid, de su estancia en la villa de Roquena, así dicha por asentarse en inmensa roca. Fue lo primero que visitó, la morada de Don Rodrigo Díaz de Vivar.
 Don José Arcano llegó viudo con el único fruto de su corta pero feliz unión. A Violeta se la llevó un tren cargado de muer­tos que como ella habían pedido una mejora en las condiciones de trabajo para la explotación del banano. El legítimo gobierno envío emisarios de muerte, el ejército, para cerrar las negocia­ciones y silenciar definitivamente el conflicto, enjuagando la sangre en el mar, un mar de silencio. Sólo José Arcano el portador de la verdad negada al pueblo por el mar de silencio con que el legítimo gobierno anegó aquellas tierras, sólo él y su descendiente Gabi ocultos entre los pergaminos del inefable sabio catalán, en el calor de su trastienda descubriendo las rutas del caballero inmacula­do que deshacía los entuertos del ilegítimo imperio almorávide, y un alto firme en sus andanzas, tan firme como una roca, tan firme como la esperanza de volver el imperio del revés y vengar el sacrílego sacrificio de la dama, Roquena, Requena.


















 Cuando Gabi tallaba en Chamartín sus escamas hechas de oro y de rabia, rabia por la madre muerta, por la tierra aban­donada, arrancada a sus entrañas aún tiernas, rememoraba los delfi­nes. En aquel mar apabullante donde se reflejaba el rostro de Viole­ta, en aquel depósito inagotable de lágrimas, los delfines surgían a proa con sus destellos verdemar y sus sonrisas de esperanza anunciándole que algún día, algún día. El capitán de la goleta, un vasco al que los marineros llamaban Shanti, recio, de ángulos rectos, le señalaba con esa misma verticalidad la presencia de las sirenas ondulantes. Gabi quedaba tan hipnotizado que a veces creía ver en sus destellos un tren de largo recorrido con vagones hechos de rostros caídos, y figuraba en la esbeltez de las ondinas el alma de los muertos que le sonreían. 
 Habían conseguido atravesar los mil obstáculos de la difi­cultad selvática para ir a dar al otro extremo del continente, al otro mar, al que no estaba muerto. Anduvieron, y navegaron ríos pirañosos con un cura y su mula a los que encontraron por el cami­no, el pobre hombre a cuestas con su conciencia entre el poder y la gloria, expiando sus pecados camino de ningún lugar, andando los círculos de su propia comedia divina en el purgatorio selvático y salvajino de la locura. De tanto circular conocía el con­tinente de cabo a rabo del demonio, y asumió como tarea santa el conducirles a buen puerto. 
 Y hasta La Cruz de Venezuela llegaron. Allí se enteró José Arcano de que España había dejado de ser la patria madre, la opresiva mano que había devastado su tierra y enloquecido a sus habi­tantes mezclando la sangre de mil razas para dar hijos con cola de cerdo, la invisible armadora del fantasmagórico galeón que se arruinaba más allá de las ciénagas del recuerdo como un panteón mítico. Y sin embargo, o quizás por ello, el puerto bullía con los colores del mestizaje y las banderas extranjeras, aunque las voces que chillaban seguían siendo las del criollo, libre ahora del bozal metropolitano.
 Se alojaron en El Tozal, una modesta pensión para mari­neros y gentes de paso. José Arcano pasaba el día en el ultramari­nos de abajo que hacía también las veces de cafetería y punto de reunión para navegantes en busca de embarcación. Lo regía un polaco con la sesera ya reblandecida por el sol caribeño que decía haber estado al servicio de la armada inglesa. Todos le llamaban Lord José Conrado, Lord Pepe según la popular mofa. Allí fue donde José Arcano entabló contacto con Tristán, piloto profesional que abjuraba del vapor como el fin de las grandes travesías a vela y esperaba la llegada de una goleta goberna­da por un tal capitán Shanti Izazu, vasco, no gallego. Jugaban interminables partidas de ajedrez, y en la concen­tración milimétrica Gabi veía al piloto como un ser desdoblado capaz de lo más oscuro y de lo más luminoso, un presagio de la diferen­cia, una encarnación del nuevo mundo que se abría ante él entre la luz y la tiniebla, pero en todo caso, desprovisto de la magia que había acompañado su existencia hasta el momento.
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Pic: night oceanic flashes, The Pic-Poem Book


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