domingo, 27 de julio de 2014

de El Libro de Elías (Aurelio Márquez)


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 Lord Pepe contaba a quien quisiera escucharle cómo una vez descendió el río más largo de África y se adentró en el cora­zón de la jungla para habitar sus tinieblas entre los moradores salvajes. Hasta allí portó la bandera inglesa como símbolo del imparable empuje de la civilización, de la positiva confianza del hombre blanco en sus ilimitadas posibilidades. Contaba con desi­lusión cómo los propios salvajes, caníbales viciosos, e incluso él mismo en un acceso de hambre rabiosa, desmigajaron el estandarte a puro bocado. ¿Cómo salió de aquella? Por piernas y con el corazón desdo­blado, asustado de haberse reconocido a sí mismo entre aquellas bestias. Lo contaba con ambos brazos apoyados sobre la barra gris del tabernáculo, tan gris como el espesor de sus patillas, gris el color de sus ojos desencantados, ojos descastados.  
 José Arcano y Tristán jugaban la partida de la siesta, solos con el Lord en “El Peñón”, que así se llamaba aquel antro para todo. La gente respetaba la siesta, los muelles adormecidos en el calor sofocante. El propio Gabio, que antes pasaba el rato con los libros que el Lord le prestaba, hacía ya semanas que había adoptado el hábito de subir a recostarse en esas horas. José Arcano no le echó de menos, engañando su angustia con las fabulosas historias de piratas que Tristán le narra­ba, el prometedor verdear de los predios vascos, o las apoca­lípticas historias que Lord Pepe desparramaba sobre la barra en soli­loquios que semejaban letanías concéntricas y obsesivas, entre caba­llos y peones que dejaban su piel enfrentados a torres inaccesi­bles, a reyes y reinas investidos de un poder secular por la gracia de Dios.
 Una de esas tardes apareció en “El Peñón” un compatriota de José Arcano, un tal Mario Ostiz. Según dijo, huía del legítimo gobierno que le perseguía por ser conocedor de una terrible verdad que ya nadie en su tierra quería escuchar, pero tan espantosa que debía ser eliminada de la faz de la tierra a cualquier precio. Un pueblo es, y se le iluminaban los ojos al decirlo, un pueblo es, debe ser el depositario de su verdad y por ello el auténtico dignatario de su destino, un pueblo es el enclave de los valores más puros que deben regir los designios de una nación. Y se le llenaba la boca. Las primeras tardes, aunque hicieron amistad por la nostalgia de tierra madre, José Arcano desconfió del intruso, evi­tando en todo momento preguntar por esa verdad tan terrible que su memoria albergaba. Pero un día ocurrió algo que levantó la sanción de silencio que José Arcano se había impuesto. Un hombre descomunal, cincelado el rostro por los golpes de mil avatares, la mirada turbia del que ha presenciado y ejecutado crueldad sobre una tez barbicana por el azote erosivo de los siete mares, había pasado la mañana sorbiendo el silencio a tragos lentos en la cantina del ultramarinos. José Arcano lo vio ya cuando el desayuno.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 A la siesta, aquella mole se ladeaba sobre la barra con la firmeza de montañas, el alcohol absorbido en su materia prima como riego de roble. Durante la mañana, cuando El Peñón bulle con la algarabía de portugueses y españoles, entregados al aguar­diente matutino para olvidar la gran pérdida colonial, los cánticos patrioteros de holandeses anaranjados por el sol e ingleses imperiales venidos a menos en el baño de cerveza rubia, la solitaria confabulación de algún que otro yanqui para hacer oro del banano más al sur del Sur de las grandes man­siones y plantaciones esclavistas, en la marea de voces y espíri­tus de aquella mañana, Aquiles Guerra, mercenario ácrata según dijo él mismo, aquel enorme dogo de la guerra, envió al fondo de una intensa resaca a los borrachos más dignos de cada nación allí abanderada. Y a la siesta sus piernas seguían enraizadas con todo el poder de su tronco. Sólo su lengua cedió a la marea, requerida por las curio­sidades del polaco y de Mario. El primero para intentar colar alguna de sus historias. Mario, decididamente picado en el orgullo por la férrea bravura del guerrero, su indiferencia y su desprecio a lo pequeño, a lo que él consideraba débil.
 Con la tenacidad dialéctica de un abrelatas, pregunta a pregunta, Mario Ostiz fue destapando aquel cerebro de latón para dejar en nervio vivo las tres o cuatro ideas que lo hacían funcionar sin el trompo de la duda, hasta que llegó la embolia. Vos no sabéis el que decís, resultó ser argentino, yo he batallado el continente entero y os digo que allá en vuestra tierra sos unos boludos sin jolongos pa levantarse y luchar. Allá nadie se levantó contra el gringo ni contra la farsa de gobierno que os merecéis. José Arcano enrojeció con la furia que desbor­daba su corpulencia hercúlea, rival de la del mercenario, y el conflicto hubiera sido titánico si no es porque Mario le retuvo.
 Mario Ostiz, más semejante a una enredadera de nervios en el paroxismo de su actividad que a un ejemplo de carne poderosa, se plantó felino ante la montaña argentina faca en mano. Cuando este quiso reaccionar, Mario ya lo tenía por el cuello en abrazo de boa y con el filo pinchando la carne prieta encaramado en la barra ante la pasiva mirada del polaco: Aquí el único pingajo que hay eres tú, le espetó, y habló de un tren de muertos compatriotas que se vació en el mar para silenciar por siempre la rebeldía de los explotados. Y ahora coge tu petate de perro y larga de aquí antes de que yo te vacíe a tí como un tonel. Aquiles Guerra marchó con una sonrisa y nunca más se supo.
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Pic: night warrior, The Pic-Poem Book

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