miércoles, 16 de julio de 2014

de La Isla del Recuerdo Ancestral [with Bing Satellites]


Drift - Bing Satellites

21/7/08
 Se ha levantado la Tramontana con nosotros. Deja oír su silbo abarcador al colarse entre ullastras y pinos, meciéndolos en la luz tenue del amanecer. Frente a mí, una tipuana joven, menuda, brilla esmeralda en un claro de este parque cerca de Son Bou y de Alaior. Los campistas duermen en el viento.



















 Salimos ayer hacia Ciudadela. Paramos, camino de Es Mercadal, en una antigua harinera (1905), convertida en museo, con sus pesas y básculas a ras de suelo, con su sistema de poleas y mecanismos de correa para triturar, prensar y depositar el producto del grano— recuerdos de niño alucinado en la harinera de su abuelo, en Requena, al reconocer repentinamente algunos de los artilugios escondidos en la memoria—, con tienda de productos típicos de la isla: ropa, repostería—deliciosos crespellots en forma de estrella o de margarita—, quesos, calzado—la alpargata de piel típica del payés—, artesanía en cerámica, vidrio, madera, con restaurante: muy completa esta “La Farinera”.


















 Un almuerzo dulzón en Ciudadela. Encontramos un forn auténtico, isleño, encontramos una flauta llena de sobrasada menorquina, suave por contraste con la mallorquina, una empanadilla de atún y dos perqueñas ensaimadas mallorquinas cubiertas en el centro por cabello de ángel. Nos sentamos en el céntrico parque de la villa y disfrutamos en silencio de las delicias isleñas.

























 Hasta ahora el más alto: el faro del Cab d’Artrutx. Vinimos recorriendo todas las calas desde Ciutadella: Santandria, Cala Blanca---la imagen del niño adentrándose hasta quinientos metros en el mar sin que le cubriera el agua, mirando en su cristal translúcido las piernas de otros bañistas como si de aire se tratara proviene, según mi padre y los recuerdos comunes, de esta cala donde nos trajo siendo aún renacuajos---, S’Aigo Dolça, Cala Xada hasta el rincón mágico del faro.



















 Quedamos prendados de la sencilla pero magnífica casa que apunta al faro y desde donde, en los ocasos, Mallorca se perfila en el horizonte como un ser mitológico yaciendo en las aguas. No había nada ni nadie por allí que interrumpiera la danza de las olas chocando contra la costa virgen, agujereada, perforada, esculpida, retorcida, bañada, acicalada, adentrada, amada por los elementos en un fluir atemporal.
 La casita, con su pequeño jardín de césped, buganvillas azafranadas y rojas, su piscina justa, sus impecables paredes blancas, su porche en perfecto orden con juego de mesa y sillas de madera, su barbacoa…Estaba para revista de almirante inglés. No tenía precio semejante paz en el azar y aparente capricho caótico del mar y la roca.



















 Desde lo agreste, un salto al agua cambiante. Había suficiente profundidad para lanzarse desnudo a esa orgía marítima. El problema era salir de aquel baile violento sin que el oleaje te rompiese contra la piedra. Vinieron recuerdos de la extinta Yugoslavia que pudieran ser útiles para una situación semejante: en aquel entonces, un joven sin miedos se tira a un mar desatado. Salió vivo de milagro. Ese ser no siente ahora necesidad de repetir lo vivido, de pasar prueba alguna (aprobó con nota en su momento). Ahora mide el valor por otros parámetros, invisibles, internos, basados precisamente en lo inmutable, en lo que no cambia ni con el viento ni con las olas. 
 Por contraste, Santandria y todas sus urbanizaciones parecían un lugar abandonado, sin vida, desangelado. Casas residenciales abandonadas, derruidas o a medio construir, de costa inaccesible. Un vibrar de la desolación. 
 Más abajo, Cala’n Bosch es un inmenso núcleo turístico lleno de ingleses, probablemente ofertado por las agencias británicas sólo para ellos. De volver, sería con niños y para niños, una isla vacacional con todas las comodidades y atracciones de ocio pero sin la sensación del agobio o la masificación.



















 La joya del día fue Cala’n Turqueta. Fue hallazgo inesperado, de los que no aparecen en los mapas si no es a una escala muy local. Nos perdimos por los caminos, una señal y la asociación de turqueta con turquesa imaginando un agua bautismal del mismo azul.
 La Macarella o Cala’n Turqueta: dos caminos, una elección, un acierto. No se accede en coche. Menorca se conserva gracias a iniciativas como esta del gobierno local. Paseas un par de kilómetros por un bosque mediterráneo lleno de potencias ancestrales, de acebuches, sabinas, de murta, cojinetes espinosos de litoral, de encinas y pinos vigilados por sus pobladores mágicos, una densa ciudadanía de animales montaraces a los que oyes cuchichear mientras recorres en silencio aquella arcada de árboles que te refrigeran con su sombra. Hasta la joya bruta y diamantina de la cala, donde monte y mar se besan en la orilla auspiciados por la roca, los pinos que se curvan para mirarse en el esmerilado espejo y ondulado, arena delicada como aromática harina.



















 El mar de hierba intachable, crecida robusta y alta para oscurecer los costados de la cala por donde, al bucear, persigues a los pececillos que vienen a curiosearte haciendo de sí un círculo. Luego, bajo la sombrilla, una fiesta de frutas rematada por la piña que nos goteó generosa al comerla tal cual. Las sobras del día anterior nos sirvieron de exquisita comida hasta caer en el sueño profundo de arena y olas.
 Dos parejas de mayores, isleños, pasan la sobremesa y el atardecer en una típica vivienda-cueva de estas islas. Lo había visto antes, en Formentera. En esta cala es la única que hay: un cobertizo de madera a modo de terraza esconde una entrada natural a las entrañas de la roca. Una sencilla estantería sostiene placeres simples: azúcar, una botella de cognac, una cafetera…Veo, al salir a tomar aire en mi buceo, entrar a una de las mujeres en el interior de la roca y salir con algo para los tres restantes, sentados plácidamente a la mesa mientras dejan pasar la tarde sin más complicaciones. Una sencillez plena o plenitud sencilla. Poco más allá, otro entrante en la roca guarda una barquita, y en la pared se lee: “Sa Cova”.



















 La sensación de descanso, ya en el camping, nos quita las ganas de guisar. Propongo un mojete: tomate natural triturado, cebolla, atún y aceitunas con unas gotas de vinagre y nada de cubiertos: este manjar fresco y ‘pobre’ se rebaña con pan a grandes brazadas. Práctico, delicioso.

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