La Isla Del Recuerdo Ancestral
Islands - King Crimsom
18/7/08
Aún noche cerrada. Un hombre, sudamericano por el acento, riega las cubiertas. Charla con un oficial. Les pido bajar al garaje, al coche, a por tabaco y a por la gabardina (deseaba tapar a Lady D). Está prohibido. Cuando el oficial marcha, el marinero me llama: si le doy la llave él baja. Confío en él y al poco sube con el cartón y la llave. Le regalo un paquete y cada uno a lo suyo.
Impresiona la maniobra de atraque de estos gigantes de acero, el número de personas que deben sincronizarse para acoplar el buque a su destino.
El ullastrar menorquín—Lady D, ancestral sabiduría femenina de las plantas y los bosques, dice que semeja olivos silvestres, en realidad una mágica e impenetrable maquia de arbustos y árboles perennes, espesos pupurris de acebuche, lentisco, aladierno y la vitalba baleárica—cubre la tienda de campaña manteniendo nuestro espacio fresco y ventilado día tras día. Con las ramas, arqueadas y barnizadas, ves luego las verjas de entrada a las casas y fincas de la isla. Una ullastra nos sirve de tendedero natural, toalla amarilla y toalla rosa le dan el aire festivo.
La Cala En Porter, cerca de Son Vitamina del Mar, fue donde nos llevó el coche al elegir dirección Este a la salida del camping. Entre dos peñascos—de uno de los riscos cuelgan las terrazas de la Cova d’en Xoroi, lugar de copas y discoteca en las entrañas del macizo que, iluminadas a la noche, crean un efecto onírico sobre el mar, orejones de luz granítica saliendo de la roca con un fondo musical acuático—te adentras en el agua-cristal metros y metros hasta que te invita a zambullirte y perseguir los peces por entre las rocas del fondo, donde el agua oculta sus tesoros y absorbe la luz.
Una cena a base de fritura marinera. Una terraza en el paseo portuario. Un camarero galego-canario que nos ameniza, y amenaza, la velada con su saber, un trotamundos consumado lleno de vitalidad, sus consejos viajeros. Largo paseo marítimo, la parte final los yates de lujo y los restaurantes de copete, un autobús para regresar a La Explanada, la zona del Mahón antiguo, aborigen, las calles peatonales, adoquinadas junto al Ayuntamiento. El coche, salir a oscuras de la ciudad vigilados por las silenciosas aves que pueblan la noche, el perfume de los hibiscos, refrigerante tramontana, un cielo confundido con el mar, la tienda, el descanso.
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Islands - King Crimsom
17/7/08
“La Boquería” te llama cuando paseas Rambla arriba desde el monumento a Colón, colinas afrutadas reluciendo sus matices, y rojos y amarillos y el arco iris de colores puros en macedonias gigantescas: pitayas, mangos, fresas, los puestos de fruta con sus cerezas ciclópeas del valle de Jerte o los melocotones aquilíneos y los puestos de frutos secos y frutas confitadas. Son nuestro deleite al haber optado por uno de los callejones que van a dar a las Ramblas.
“La Boquería” te llama cuando paseas Rambla arriba desde el monumento a Colón, colinas afrutadas reluciendo sus matices, y rojos y amarillos y el arco iris de colores puros en macedonias gigantescas: pitayas, mangos, fresas, los puestos de fruta con sus cerezas ciclópeas del valle de Jerte o los melocotones aquilíneos y los puestos de frutos secos y frutas confitadas. Son nuestro deleite al haber optado por uno de los callejones que van a dar a las Ramblas.
En otra perpendicular, las
fantasías derivan hacia la música descatalogada en tiendas para coleccionistas,
a tiendas de guitarras Gibson, Fender e Ibáñez, exclusivas, y hacia el calzado
y la ropa eróticos en tiendas de imaginería gótica y bizarre, un pasaje-paisaje
entero de fetiches.
En otra, los Forns de
bollería clásica, pasteles imposibles, panes y hogazas de antaño, hornos que
conservan su imagen decimonónica con el nombre y la fecha de origen a la
entrada.
En la misma rambla, las gelaterias italianas, la Rambla de las Flores, de los Estudios, de Santa Mónica, la riada cosmopolita de rostros multiétnicos. De vuelta, el puerto deportivo con cientos de mástiles tintineando con
el agua y la hora del embarque. Una cena frugal a estribor mirando los reflejos
amarillentos de grúas y faros polifémicos sobre el agua portuaria, oscura,
trémula. Habíamos zarpado.
18/7/08
Los sofás del
restaurante del ferry hicieron de sueño nocturno. El aire acondicionado fue un
estorbo, pero cinco horas durmiendo arreglan el cuerpo, listo para ver salir un
sol de nítidas aristas por babor, y una isla, Menorca, por estribor. Antes, la
máquina del café y unas galletas. Un chaval de bonita trenza rasta deambulaba
conmigo a esas horas y me explicó cómo sacar el paquetito de galletas.
Coincidimos amablemente en cafés y amaneceres mientras Lady D intentaba estirar
un tanto el sueño con el paraguas abierto para protegerse del
fresco.
Aún noche cerrada. Un hombre, sudamericano por el acento, riega las cubiertas. Charla con un oficial. Les pido bajar al garaje, al coche, a por tabaco y a por la gabardina (deseaba tapar a Lady D). Está prohibido. Cuando el oficial marcha, el marinero me llama: si le doy la llave él baja. Confío en él y al poco sube con el cartón y la llave. Le regalo un paquete y cada uno a lo suyo.
El puerto de Mahón se guarece, estirado a ambos lados de la horquilla de calas que penetra la isla en ese extremo suroriental, tras la Cala Llonga. Desde la cubierta
observamos en alto la Fortaleza de la Mola deslizarse en el silencio matinal
frente al faro de Sant Esteve—el Fort del duque de Marlborough, sir John
Churchill, inmortalizado por los franceses en aquella canción infantil “Malbrú
se fue a la guerra…”—, la isla del Lazareto—antigua leprosería a la que sólo se
accede en barca, reconvertida en residencia veraniega para médicos, la misma a
la que siendo niño fui con mis padres y hermanos cuando vinimos a Menorca y que
tan imborrables recuerdos nos dejó—, Es Castell, el fantástico puerto deportivo
bordeando el peñón con sus lujosos yates y veleros junto al paseo, las casas de
colores suaves con sus ventanas de madera abiertas al frescor de la mañana,
Mahón en alto con la iglesia de Santa María coronando la peña.
Impresiona la maniobra de atraque de estos gigantes de acero, el número de personas que deben sincronizarse para acoplar el buque a su destino.
El ullastrar menorquín—Lady D, ancestral sabiduría femenina de las plantas y los bosques, dice que semeja olivos silvestres, en realidad una mágica e impenetrable maquia de arbustos y árboles perennes, espesos pupurris de acebuche, lentisco, aladierno y la vitalba baleárica—cubre la tienda de campaña manteniendo nuestro espacio fresco y ventilado día tras día. Con las ramas, arqueadas y barnizadas, ves luego las verjas de entrada a las casas y fincas de la isla. Una ullastra nos sirve de tendedero natural, toalla amarilla y toalla rosa le dan el aire festivo.
La Cala En Porter, cerca de Son Vitamina del Mar, fue donde nos llevó el coche al elegir dirección Este a la salida del camping. Entre dos peñascos—de uno de los riscos cuelgan las terrazas de la Cova d’en Xoroi, lugar de copas y discoteca en las entrañas del macizo que, iluminadas a la noche, crean un efecto onírico sobre el mar, orejones de luz granítica saliendo de la roca con un fondo musical acuático—te adentras en el agua-cristal metros y metros hasta que te invita a zambullirte y perseguir los peces por entre las rocas del fondo, donde el agua oculta sus tesoros y absorbe la luz.
Una cena a base de fritura marinera. Una terraza en el paseo portuario. Un camarero galego-canario que nos ameniza, y amenaza, la velada con su saber, un trotamundos consumado lleno de vitalidad, sus consejos viajeros. Largo paseo marítimo, la parte final los yates de lujo y los restaurantes de copete, un autobús para regresar a La Explanada, la zona del Mahón antiguo, aborigen, las calles peatonales, adoquinadas junto al Ayuntamiento. El coche, salir a oscuras de la ciudad vigilados por las silenciosas aves que pueblan la noche, el perfume de los hibiscos, refrigerante tramontana, un cielo confundido con el mar, la tienda, el descanso.
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