sábado, 9 de agosto de 2014

Carnavales, de El Libro de Elías




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CARNAVALES


   Al encaramar la recta que lleva al pueblo siempre surgen dos enormes senos verdes. Contienen la luz de la mañana. Acunan en la sombra a su bastardo, el pueblo protegido del sol y del viento más allá de la memoria, bajo las montañas. Preguntad a algún anciano. Historia o, al menos, nombres, para disuadir a la imaginación del mito que le invade al mirar esas montañas y confundirlas con  Atamante y Salmoneo. Impresionan los espacios abiertos por el recibidor pegolí. Te engullen como a tocino de cielo sobre una alfombra de naranjos.
 Andando, en bicicleta, ahí van, dispersos, saliendo de los caminos entre nubes de tierra seca, suben la lengua de asfalto que  el pueblo tiende, cañones de barba sobre piel tostada,­ sombreros­ de paja y ropa de faena pedaleando suave, la azada con pegotes de tierra húmeda, los labriegos. O en moto, y resuena en el valle la grosera pedorrina de un joven  encasquetado. O en coche, da igual, y cortas un diamante de reflejos arcillosos sobre el verde pecho mediterráneo, que, sin enojo, te dice: "Tras mis montañas gemelas no queda mundo. El azahar embriaga." 

 Han pasado muchas horas desde su llegada. Al final, se queda solo. Viene siendo costumbre. Esta mañana apareció Elías por la casa afable, eufórico, diría, entusiasmado por la gala primaveral que alumbra al pueblo. Su hijo tiene ya dos años. La mujer, encantadora, como siempre. Habían salido temprano de Valencia. Dejan los trastos y nos vamos a dar un paseo. 
  El aire huele a limpio, los árboles de la avenida oscilan con la brisa del mar. Uno puede oír el mar en días como estos, lo figuras bajando la avenida como un río alborotado. Es el sol. El chico juega en el parque. Sentados en un banco desfilachado, hablamos, y es que hace meses que no nos vemos. La lectura del periódico distrae mi pensamiento. Él bebe sus cervezas y charla con la mujer, juega con el chico, cruza la avenida y trae otra cerveza. 

 Me acompaña un chupito de burbon. Música y ombligos, caderas  sin grasa, los ojos cruzados sobre el cubalitro de algunos chavales. Achuchones inofensivos, miradas carnosas pinceladas por el alcohol. Las palabras evaden su contenido en las bolsas de humo que cada  grupo genera. Parecen bocadillos de un comic repleto de  personajes.
 Me siento a gusto, un pub de Gandía. Anónimo.
 Gandía. Las excursiones alcohólicas a los garitos nocturnos. Aquella mujer que montó su enorme coño sobre mí y, borracha como yo, derramó los flujos de la noche en mi boca. La puta que se dejó llevar, la puta que se corrió en mi boca, salina con labios de medusa en mis labios. Era el fondo del mar auspiciado por la luz roja, la luz brumosa de la borrachera.
 Los demás se han quedado en Pego. A dormir. Es la madrugada. 



















 Habían pasado la mañana tranquilos, dedicada al pequeño. La arboleda, el tobogán, los columpios. Gema, mi novia, talluda de labios como bembas, va y dedica sus ternuras al niño, me olvida. 
 A la noche, Carnestoltes. El mundo se disfraza. Corre las calles en algarabía de guisas. Farolillos venecianos, cadenetas de papel, la serpentina, el confeti. Hombretones pierette con guirnaldas sobre los pechos de naranja y faldas de rafia. Jovencitas dominó, jovencitas pierrot, bayaderas y cocotes provocativas. Un pisaverde solitario como la escarapela de su ojal persigue a  una odalisca rezagada. Arlequín y Polichinela se escurren como salmones en el río de gente. Remontan el pasado hacia la comedia italiana y el bufón de corte. Dan pedigrí al carnaval de Pego. El mundo bebe la fiesta dionisíaca. 

 No sé cuánto llevo bebido. Da igual. Entra con naturalidad de agua. La pendiente se angula bajo mis pies. Su longitud se  difumina en la bruma. 
 Solo, alcanzo lo más cercano. La minifalda de ajustado cuero tras la barra, el estímulo de luces y música en una discoteca cuyo nombre y localización desconozco. Esta concurrencia ociosa desdibuja sus siluetas porque ya no importa el detalle. Sólo sensualidad. Deberían poner un cartel: SÓLO SENTIDOS. 
 Puedo precisar el momento en que salté. Los carajillos. Azúcar y brandy quemados, corteza de limón, dos granos de café. Mi amigo el pegolí es un degustador exigente. Santuarios del carajillo. 

 Al segundo carajillo su personalidad se transformó, planeaba por encima de nosotros, seguro de sí, esquivo, una seguridad y una energía que provocaba a hembras y a machos. Ahora sé que esa impresión de fuerza era engañosa, y no lo digo por el alcohol o cualquier otra droga que le acompañase. Su debilidad seguía dentro. La mujer marchó con el niño a dormir. Mi casa, en la avenida, no estaba lejos. Vieja, pero amplia. 

 Voy despacio por la costa. La noche se ha vestido de negro. Mis pupilas se alimentan de luces y neones. La vieja arteria que une Gandía, Belreguard, Oliva. Un reguero de urbes que gotea interminable hacia el sur. Playas cercadas. 
 El asfalto seca la luz. Pafetos, discos, clubs. Todos lanzan su luz contra el margen de playa. La oscuridad se hiere. Aún protege, aquí y allá, prudente distancia vecinal, modestos casales de huerta. Alquerías solitarias de dos y tres plantas, navazos de mayor ambición. Hasta sus torres se arrima alguna luz perdida que descubre arañazos de tiempo. 
 Un laberinto de caminos encrestados verde en el centro. El paso de los coches cuadricula asimétricamente los cañizos. Llegar al mar requiere la suerte de Teseo. 

 Al día siguiente, la madre de Gema, Na Pilar, alegraba nuestros paladares con un delicioso arroz de caza. La familia de mi novia posee uno de esos bajareques de la playa. Lo cierto es que dudé de Elías, no creí que fuera a aparecer. Últimamente, me lo dijo su mujer, las escapadas podían ser de días. 

 Llegaré. Llegaré.
 Ahora sólo la mayor densidad de población ociosa posible. Alegrar la pestaña del mirón. No descuidemos la dosis de alcohol aromatizante. Gandía queda atrás. El pulso se acelera. Una gigantesca estructura de andamiajes iluminados, una disco de arquitectura futurista envía su mensaje luminoso a la negritud. Focos de gran potencia, ocultos. Falta el logotipo de Batman.
 Atiende un tío ufano, "mil pelas", cadenas, anillos, pendientes. Fulge desde el negro que le abandera por camisa. Melena ensortijada y caoba sobre el polo de cuello alto. A su lado un gorila trajeado despunta indiferencias, el pase-consumición. 
 Desde la orilla, copa en mano. Sonrío imbécil a la piscina con gradas que se hunde escalonadamente, bajo la batería de haces y vatios. La pista de baile es un mar coralífero donde se mece, frezan, la manjúa de sirenias. Entre peces de colores, algún tiburón, alguna morena. Sigo la pendiente, me deslizo en las olas. En la deriva, una barracuda me serpentea, me envuelve de algalias. Ofrece su talle encorsetado a la rítmica. Cedo al cortejo. De soslayo, la mirada vigilante de un pez abisal. La esbelta fulana trabaja para un chuloputas. Decido emerger. 
 Sur. Belreguard se estira de casas blancas amurallando la travesía. Dibuja un suave arco al son de las bombillas municipales. A medida que se aleja su luz se disuelve. 
 Dos flechas frente al coche. Una de ellas roza una sombra en el arcén. Paro. La recojo. 

 Recuerdo que a Gema le desapareció la cazadora. Tuvimos que volver atrás, al último lugar donde habíamos estado, la discoteca del pueblo. Íbamos los tres ojeando en la penumbra. De repente, mi viejo amigo, al que ya no conocía, se plantó delante de un chaval y le obligó a quitarse la cazadora y a dársela. El tipo hacía gestos con los brazos, pero obedeció a pesar de estar rodeado de sus amigos. 
 Acompañé a Gema a su casa y me fui a dormir. Él dijo que ya aparecería. Montó en el coche y salió como alma que lleva el diablo.
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Pic: criaturas abisales, The Pic-Poem Book

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