...
CARNAVALES
Al
encaramar la recta que lleva al pueblo siempre surgen dos enormes senos verdes.
Contienen la luz de la mañana. Acunan en la sombra a su bastardo, el pueblo
protegido del sol y del viento más allá de la memoria, bajo las montañas.
Preguntad a algún anciano. Historia o, al menos, nombres, para disuadir a la
imaginación del mito que le invade al mirar esas montañas y confundirlas
con Atamante y Salmoneo. Impresionan los
espacios abiertos por el recibidor pegolí. Te engullen como a tocino de cielo
sobre una alfombra de naranjos.
Andando, en bicicleta, ahí van, dispersos,
saliendo de los caminos entre nubes de tierra seca, suben la lengua de asfalto
que el pueblo tiende, cañones de barba
sobre piel tostada, sombreros de paja y ropa de faena pedaleando suave, la
azada con pegotes de tierra húmeda, los labriegos. O en moto, y resuena en el
valle la grosera pedorrina de un joven
encasquetado. O en coche, da igual, y cortas un diamante de reflejos
arcillosos sobre el verde pecho mediterráneo, que, sin enojo, te dice:
"Tras mis montañas gemelas no queda mundo. El azahar embriaga."
Han pasado muchas horas desde su llegada. Al final, se
queda solo. Viene siendo costumbre. Esta mañana apareció Elías por la casa afable,
eufórico, diría, entusiasmado por la gala primaveral que alumbra al pueblo. Su
hijo tiene ya dos años. La mujer, encantadora, como siempre. Habían salido
temprano de Valencia. Dejan los trastos y nos vamos a dar un paseo.
El aire huele a limpio, los árboles de la avenida oscilan
con la brisa del mar. Uno puede oír el mar en días como estos, lo figuras
bajando la avenida como un río alborotado. Es el sol. El chico juega en el
parque. Sentados en un banco desfilachado, hablamos, y es que hace meses que no
nos vemos. La lectura del periódico distrae mi pensamiento. Él bebe sus
cervezas y charla con la mujer, juega con el chico, cruza la avenida y trae
otra cerveza.
Me acompaña un chupito de burbon.
Música y ombligos, caderas sin grasa,
los ojos cruzados sobre el cubalitro de
algunos chavales. Achuchones inofensivos, miradas carnosas pinceladas por el
alcohol. Las palabras evaden su contenido en las bolsas de humo que cada grupo genera. Parecen bocadillos de un comic
repleto de personajes.
Me siento a gusto, un pub de Gandía. Anónimo.
Gandía. Las excursiones alcohólicas a los
garitos nocturnos. Aquella mujer que montó su enorme coño sobre mí y, borracha
como yo, derramó los flujos de la noche en mi boca. La puta que se dejó llevar,
la puta que se corrió en mi boca, salina con labios de medusa en mis labios.
Era el fondo del mar auspiciado por la luz roja, la luz brumosa de la
borrachera.
Los demás se han quedado en Pego. A dormir. Es
la madrugada.
Habían pasado la mañana tranquilos, dedicada al pequeño.
La arboleda, el tobogán, los columpios. Gema, mi novia, talluda de labios como
bembas, va y dedica sus ternuras al niño, me olvida.
A la noche, Carnestoltes.
El mundo se disfraza. Corre las calles en algarabía de guisas. Farolillos
venecianos, cadenetas de papel, la serpentina, el confeti. Hombretones pierette con guirnaldas
sobre los pechos de naranja y faldas de rafia. Jovencitas dominó, jovencitas pierrot, bayaderas y cocotes
provocativas. Un pisaverde solitario como la escarapela de su ojal persigue
a una odalisca rezagada. Arlequín y Polichinela se escurren como salmones en el río de gente. Remontan el pasado
hacia la comedia italiana y el bufón de corte. Dan pedigrí al carnaval de Pego.
El mundo bebe la fiesta dionisíaca.
No sé cuánto llevo
bebido. Da igual. Entra con naturalidad de agua. La pendiente se angula bajo
mis pies. Su longitud se difumina en la
bruma.
Solo, alcanzo lo más cercano. La
minifalda de ajustado cuero tras la barra, el estímulo de luces y música en una
discoteca cuyo nombre y localización desconozco. Esta concurrencia ociosa
desdibuja sus siluetas porque ya no importa el detalle. Sólo sensualidad. Deberían poner un cartel: SÓLO SENTIDOS.
Puedo precisar el momento en que
salté. Los carajillos. Azúcar y brandy quemados, corteza de limón, dos granos
de café. Mi amigo el pegolí es un degustador exigente. Santuarios del
carajillo.
Al segundo carajillo su personalidad se transformó,
planeaba por encima de nosotros, seguro de sí, esquivo, una seguridad y una
energía que provocaba a hembras y a machos. Ahora sé que esa impresión de
fuerza era engañosa, y no lo digo por el alcohol o cualquier otra droga que le
acompañase. Su debilidad seguía dentro. La mujer marchó con el niño a dormir.
Mi casa, en la avenida, no estaba lejos. Vieja, pero amplia.
Voy despacio por la costa. La noche
se ha vestido de negro. Mis pupilas se alimentan de luces y neones. La vieja
arteria que une Gandía, Belreguard, Oliva. Un reguero de urbes que gotea
interminable hacia el sur. Playas cercadas.
El asfalto seca la luz. Pafetos, discos, clubs. Todos lanzan su luz contra
el margen de playa. La oscuridad se hiere. Aún protege, aquí y allá, prudente
distancia vecinal, modestos casales de huerta. Alquerías solitarias de dos y
tres plantas, navazos de mayor ambición. Hasta sus torres se arrima alguna luz
perdida que descubre arañazos de tiempo.
Un laberinto de caminos encrestados
verde en el centro. El paso de los coches cuadricula asimétricamente los
cañizos. Llegar al mar requiere la suerte de Teseo.
Al día siguiente, la madre de Gema, Na Pilar, alegraba nuestros paladares con un delicioso arroz de
caza. La familia de mi novia posee uno de esos bajareques de la playa. Lo
cierto es que dudé de Elías, no creí que fuera a aparecer. Últimamente, me
lo dijo su mujer, las escapadas podían ser de días.
Llegaré. Llegaré.
Ahora sólo la mayor densidad de
población ociosa posible. Alegrar la pestaña del mirón. No descuidemos la dosis
de alcohol aromatizante. Gandía queda atrás. El pulso se acelera. Una
gigantesca estructura de andamiajes iluminados, una disco de arquitectura
futurista envía su mensaje luminoso a la negritud. Focos de gran potencia,
ocultos. Falta el logotipo de Batman.
Atiende un tío ufano, "mil
pelas", cadenas, anillos, pendientes. Fulge desde el negro que le abandera
por camisa. Melena ensortijada y caoba sobre el polo de cuello alto. A su lado
un gorila trajeado despunta indiferencias, el pase-consumición.
Desde la orilla, copa en mano. Sonrío imbécil
a la piscina con gradas que se hunde escalonadamente, bajo la batería de haces
y vatios. La pista de baile es un mar coralífero donde se mece, frezan, la
manjúa de sirenias. Entre peces de colores, algún tiburón, alguna morena. Sigo
la pendiente, me deslizo en las olas. En la deriva, una barracuda me serpentea,
me envuelve de algalias. Ofrece su talle encorsetado a la rítmica. Cedo al
cortejo. De soslayo, la mirada vigilante de un pez abisal. La esbelta fulana
trabaja para un chuloputas. Decido emerger.
Sur. Belreguard se estira de casas
blancas amurallando la travesía. Dibuja un suave arco al son de las bombillas
municipales. A medida que se aleja su luz se disuelve.
Dos flechas frente al coche. Una de
ellas roza una sombra en el arcén. Paro. La recojo.
Recuerdo que a Gema le desapareció la cazadora. Tuvimos
que volver atrás, al último lugar donde habíamos estado, la discoteca del
pueblo. Íbamos los tres ojeando en la penumbra. De repente, mi viejo amigo, al
que ya no conocía, se plantó delante de un chaval y le obligó a quitarse la cazadora y a dársela. El tipo hacía gestos con
los brazos, pero obedeció a pesar de estar rodeado de sus amigos.
Acompañé a Gema a su casa y me fui a dormir. Él dijo que
ya aparecería. Montó en el coche y salió como alma que lleva el diablo.
...
Pic: criaturas abisales, The Pic-Poem Book
No hay comentarios:
Publicar un comentario