martes, 5 de agosto de 2014

de La Isla...


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23/7/08

 Es Grau es un poblado pesquero humilde en el extremo Noreste de la isla. Su pequeña bahía está llena de barquitas y lanchas que hoy, de fuerte Tramontana, son sacudidas arriba y abajo por el agua como frágiles abalorios de un collar desperdigado sobre el mar.
 Frente a un minúsculo pantalán hecho con dos tablones y hormigón en los extremos, aprovechamos para pegar un bocado en este baile acuático.


















 En una tienda de souvenirs ahumada por el incienso y la ambigua sonrisa de algunos Budas de madera en trance meditativo, las sargantanas, lagarto símbolo de las islas, nos indican el camino a seguir: el Cap de Favàritx, donde el cuarto faro nos alumbrará. La dueña de la tienda amablemente nos sugiere que, con ese viento, vale la pena subir allí.
 Subimos por S’Albufera des Grau, parque natural, camino de Favàritx. Y de repente, tras una cuesta en el camino, el estallido de las olas contra la línea de rocas que surgen mar adentro nos paraliza: una nube de espuma se eleva en el aire como un gigantesco abanico blanco.


















 Al otro lado de la Cala Presili la marea ha dejado un descampado lunar blanqueado por la sal allí depositada. Lo protege una barrera de roca ennegrecida que resiste heroica los envites de un mar alzado por la Tramontana. Bajo el faro, impasible ante el levantamiento, la piedra lascada y oscura, surgida antaño por las luchas tectónicas y afilada por el viento hasta cortarte la piel, forma crestas lunares donde el Mediterráneo se convierte en espuma, un merengue volátil que a veces, en el choque, crea copos burbujeantes que el viento lleva hasta desintegrarlos. Magia natural.























 Bajé al punto de colisión. Me desnudé dejando ropa y riñonera en lugar más o menos seguro. Me introduje en un hueco hecho a mi medida apuntalándome con las cuatro extremidades. El primer impacto me duchó por completo permitiéndome alisar el pelo hacia atrás, sentir esa agua espumada por todo el cuerpo. Pedí más, una más a la madre tierra. Quería su abrazo en toda su intensidad. Se me concedió. Fue impacto de plenitud que, amén de estremecerlo todo, hizo que el cuerpo entero se aferrase a la roca para no ser arrastrado. Quise más, grité más, pero en ese extraño diálogo ctónico, telúrico, algo me dijo que soltara. Giré para salir de aquella ara mítica, hercúlea, y sí, el tercer impacto me hubiera desplazado contra los abrasivos filos de las rocas. Di gracias por el regalo.


















 Antes, en lo alto del promontorio, un trono curvado y alisado por el viento me esperaba desde el comienzo de los tiempos. Su forma obligaba a sentarse en semiloto. Estuve allí acomodado hasta perder precisamente la noción del tiempo, de la forma, del yo, hasta divisar en el horizonte la franja púrpura de energía que alimenta al mar, hasta llorar de emoción pura libre de cualquier lenguaje en el innombrable empuje de la vida que se esconde invisible tras esa fuerza brutal de los elementos. Una purificación visceral, radical, de ancestros individuales-colectivos.


















 Reposábamos. Lady D leía panfletillos cogidos de recepción que nos dieran sitios que visitar, cualquier cosa, natural o no, que nos motivara. Yo, en mi silla, leía la novelita sobre el mar. Lady D sintió curiosidad y me preguntó de que iba. Le hablé de su protagonista, un tal Elias oficial de la Marina española que, curiosamente, merodeba en esos momentos por Ciudadela a finales del siglo XVIII cuando franceses y españoles eran aliados frente a los ingleses y se disputaban Menorca. Lady D sencillamente sonrió por encima de las gafas y siguió con sus panfletos. Yo me sumergí de nuevo en la lectura: 

 Resuenan aquí mis pensamientos al abrir los ojos a las nervaduras de los arcos. Las bóvedas acogen silenciosas estas horas de oscuridad. Una luz brilla de repente, un diminuto fogonazo. Alguien enciende una pipa allá al fondo. Intento discernir en la oscuridad. Me dirijo hacia el extremo del pórtico y mis ojos van dibujando la silueta de unas faldas largas, una melena desaliñada, una mano que esconde la pipa que ahora se enciende en la calada. ¿Quién va?, le espeto a la sombra. No responde. Sólo al acercarme la voz femenina me habla: ¿Y vos? ¿Quién sois? Distingo ahora en la breve combustión del tabaco unos enormes ojos negros capaces de embrujar al mismísimo diablo. Me sonríe burlonamente. Sí, es una prostituta. Debe haberme seguido hasta aquí. La reconozco. La he visto antes. Sí, trabaja de criada para el recién nombrado obispo y me figuro que este no debe saber nada de las actividades nocturnas de su doméstica. Y mala cosa sería que se enterase estando el tema como está con Mahón que llevaba exigiendo la sede episcopal desde hace mucho. Supongo que, como catedral, queda mucho mejor la iglesia mayor de Ciudadela que la de Mahón, aún si fue levantada sobre una antigua mezquita, y supongo también que el regalito de casas y tierras que eso supone para el obispado debe haber dejado a los prelados mahoneses con la mano abierta y los culos escocidos. Su independencia frente a Mallorca no les parece suficiente.
 La morena es despampanante. La conozco. Vive en el barrio judío de la villa. Siete hermanitos que criar, sin padre ni madre. Si, la llaman “La Marimorena”: su belleza es tal que taberneros, marineros, pescadores y hasta monaguillos y señores de alcurnia pierden los estribos al verla pasar y se pelean entre ellos por un cachito de su tiempo y de su cuerpo.
 ¿Cómo te va, Marimorena?, y al ver su dulzona sonrisa de pícara no puedo evitar que venga a la mente la imagen de Mrs. ... 
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