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Mujer de edad incierta. Se acomoda con la certeza de quien sabe a dónde va. A veces me pregunto si mi cuerpo exhala algún tipo de secreción animal que atrae a los buscavidas, a los lisiados, a los tarados. No. Los vericuetos de mi riego cerebral han desarrollado una facilidad instintiva para encontrarlos, para extraviarme en los márgenes. Da igual. Agradezco su compañía.
— ¿Estás trabajando?
—Sí...bueno—, una voz muy nasal. Fuma Ducados.
No la veo bien. Tampoco me fijo. Presiento su extrema delgadez, lo encorvado de su espalda, sus zapatos planos, desgastados.
—Aunque quisiera, no podría hacer nada contigo. Vamos a tomar algo por ahí. Luego te doy algo de dinero.
Amaneció una mañana gemela a la del día anterior, con el sol reventando la vida en todo lo que tocaba.
— ¿Y papá?—, preguntaba el niño a su madre.
Se la veía ojerosa. Desayunaban junto al mirador, en la luz blanca de las cortinas. Gema no tardó en venir. A media mañana recogimos y nos marchamos a la playa, a casa de Na Pilar, con el silencio rodeando la figura ausente del padre.
Calienta caballo mientras relata su infierno.
Hemos pasado lo que quedaba de noche deambulando por pubs y discotecas, bebiendo. Apenas hablamos. En cada sitio la gente nos mira como a dos leprosos. Ella pálida y temblorosa. Yo enrojecido, etílico.
Al despuntar el día, me ha hecho ir hasta Cullera. En la zona alta, en un chamizo, ha comprado un par de dosis que yo pago. El suelo era de tierra. Una gitana con una niña enferma en los brazos salió de detrás de una alfombra que hacía las veces de cortina. Refunfuñaba. No logré entender lo que decía. La suciedad alcanzaba a la niña, el rostro ennegrecido por la falta de agua. Las piernas le colgaban muertas del brazo materno, palúdicas, igual de roñosas. Olía a perro destripado. No era el de la entrada. El de la entrada era de raza alienígena. Y estaba vivo.
He comprado tres cervezas de litro en un bar de carretera. La yonqui va a pincharse en el coche.
—Mi hija me odia, me miró a los ojos y me dijo “Te odio. No quiero verte nunca más”— y la aguja se le hunde en el pellejo palabra por palabra, gota a gota, sus ojos de los míos a la jeringuilla—“Te odio, mamá”, eso dice mi hija.
Su dolor se diluye en nuestras miradas líquidas. No hay dolor. Sólo ganas de seguir saciando esta sed irracional. En el coche, en una huerta perdida, bajo el sol caliente los cuerpos desahuciados.
—Bájame la bragueta y tócame—, me dice.
Adormecida, se tiende en el sillón. Bajo la cremallera de una muñeca rota con el pelo arrancado, sequedad cavernosa. El ritual de la aguja le excita. El dedo espeleólogo palpa un tubérculo macerado y ella gime sonámbula. Se está estirando los pezones con tanta fuerza que los agranda. No tiene pecho.
Calienta la paella sujetando el asa con su brazo de matrona hortelana, peludo y recio como el de un hombre recio. Na Pilar sonríe y bromea con el chiquillo, que disfruta del espacio y los objetos sueltos que le llaman la atención. Los hermanos de Gema, yo y las mujeres departimos entorno a la mesa, bajo la parra aérea que nos da algo de sombra. Bebemos vino, cerveza, picoteamos y dejamos que el aroma del romero, del conejo, de la perdiz, de la verdura, nos haga segregar los jugos del hambre. Mis futuros cuñados picotean también al recién llegado a la familia, al último cuñado, me tocan las pelotas, qué remedio.
Me distrae el sonido de un coche que se acerca, tengo curiosidad por ver en qué condiciones llega mi amigo. El rostro de los comensales, y el mío, he de confesar, mudan la expresión al ver a aquella mujer deshecha, casi transparente, greñuda, que anda encorvada como si tuviera un peso en la chepa, temblorosa, sin equilibrio. Elías saluda, se aproxima a su mujer y la besa. Nos dice que es una amiga. Coge al niño en brazos y le presenta a la nueva amiga. La nueva amiga apenas puede dar una sonrisa al niño. Gema está roja como una manzana y sus hermanos enmudecen, quietos como estatuas. El fantasma arrastra los pies hasta Na Pilar. El silencio espera temeroso la reacción de la matrona.
—Pero hija mía, ¿que te han hecho?—, dice Na Pilar, y me la figuré como una de esas piezas de terracota que representaban la fertilidad entre los primitivos.
—¿Dónde está la ducha?—, replicó el fantasma.
Se desnudó como si allí no hubiera nadie, enseñando la planicie de su tronco blanco. Se oyó la risa inocente del niño. Su padre lo miró devolviéndole el gesto en una sonrisa. Seguimos el ritual alimentario como si nada hubiera pasado, tan sólo el ángel del silencio. Luego, ella apareció.
—La llevo a su casa. Ahora mismo estoy aquí, chiquitín—, dijo él, y levantando al niño, lo besó.
El ángel hizo un ademán con la mano. Nos decía adiós. Abrazó a Na Pilar.
—Cuídate, pequeña—, dijo la matrona, y le acariciaba el pelo raído.
Salían por la verja cuando el niño se acerca hasta ella y le tira de la camisa. Ambos se miraron despacio. El niño simulaba un beso con la boca. Ella, en un esfuerzo doloroso, lo sube a sus brazos y lo besa. Juraría que lloró, pero no le vi una sola lágrima. La mujer de Elías se fue a dar un paseo por la playa.
Calienta caballo mientras relata su infierno. La huerta en un camino perdido. La única sombra en muchos kilómetros a la redonda pace bajo el coche, la cresta verde del camino. Y pace en el coche. Ella es sombra, sombra ardiente. Me ofrece su muerte. Me quedo con la mía. El coche se llena de agujas negras. Un hombre surge frente al coche y dispara su escopeta al parabrisas. El cristal sólo para brisas. El coche se llena de sangre.
Fue la última vez que vi a Elías. Ha estado por aquí con motivo del proceso judicial que siguió a la muerte de la prostituta. Pero Gema me dio a elegir entre mi amigo o ella. No me fue difícil.
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Pic: angel, The Pic-Poem Book
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