domingo, 3 de agosto de 2014

de La Isla (de El Recuerdo Ancestral)

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 Era uno de esos inefables regalos que te dan un día en que no necesitas hacer nada. Sólo respirar apaciblemente sintiendo que todo está en su sitio. Había sacado un libro de la pequeña librería de préstamos del camping, uno al aparente azar, uno con un barco en la portada y el mar azul, por eso te das cuenta que lo del azar es muy sospechoso.
 Habíamos merendado. Lady D se bañaba en la piscina. Yo empecé la lectura a la sombra:

 La fragata llegó al atardecer. Teníamos la tarde libre, así que era cuestión de engalanarse tras un buen afeitado y acudir a las tabernas del puerto a ver lo que la buena fortuna traía. Lo mejor era la cerveza fresca a raudales, la timba con los compañeros y una buena, cálida y caliente morena de pechos redondos con la que pasar la noche y desfogarse del salitre de tantos días en la mar. Esta vez no habíamos tenido ningún encontronazo con los ingleses, no así los camaradas franceses que habían llegado a Ciudadela con uno de sus navíos quebrado en su mástil. Las escuadras franco-españolas salían y entraban ahora sin cesar del puerto con motivo de la guerra de independencia de las colonias americanas. Esa noche no habría bronca con ellos en la taberna, les quedaba faena.
 En una de aquellas tabernas con alojamiento en el piso superior tenía yo mi habitación, bien aseada, con su armario para mi ropa, su escritorio y, sobretodo, una ventana con balcón que miraba al mar y donde pasaba agradables momentos viendo crepúsculos, lunas, reflejos solares, velajes ampulosos desplegándose al partir o incluso disfrutando con las pintorescas gentes que deambulaban calle abajo. La anfitriona, una recia britona que tras el tratado de París se había instalado con su marido y luego enviudado, me cuidaba como a un hijo haciendo todo lo posible para que no cambiase de alojamiento. Ropa impecable, buena comida, limpieza, buen precio. No tenía que preocuparme más que de mi aseo personal.




















 Como Primer Oficial de puente en el Santa Dorotea disfruté ayer un día más organizando las tareas de los marineros a bordo, sus horarios, los cálculos de estiba antes de salir de Mahón, ejerciendo mi autoridad en los trabajos de mantenimiento de cubierta, cerciorándome del buen estado de los equipos de seguridad y contraincendios. Quizá donde mejor siento las bondades de mi cargo es en las guardias de navegación que mi capitán, Don Manuel Guerrero y Serón, me asigna.
 Ahora formábamos parte de la división del Capitán de Navío Don Félix O`Neill, con insignia en la Pomona, junto a las fragatas Proserpina y Santa Casilda. Habíamos salido de Cartagena para llevar caudales y pertrechos a Mahón. Se avecinaba una buena. Mahón era el objeto de deseo de las potencias europeas con suficiente poder marítimo para establecerse allí, el mejor puerto natural del Mediterráneo Occidental por su genial rada donde cualquier gran poder naval puede proteger su flota y controlar el comercio y el tráfico de todo el Mediterráneo.
 A veces, en nuestro periplo por este anciano mar, Don Manuel y yo hemos tenido la ocasión de bajar a tierra en esta magnífica isla, encender una pequeña hoguera a cubierto de los vigías ingleses u holandeses, y departir entre las viandas asadas y el buen vino de la Península mientras disfrutábamos de la brisa nocturna y las aguas vírgenes. De hecho, y burlándonos de aquellos, que ya usaran la cala de Alcaufar para invadir la isla por primera vez, buscábamos los puntos donde el viejo enemigo pudiera desembarcar su infantería para una nueva invasión y allí montábamos nuestro pequeño cenáculo con los otros oficiales de la Santa Dorotea.
 Ciudadela se la dejábamos a los franceses que, ahora, en sus guerras revolucionarias con el loco de Napoleón, estaban volviendo loco a todo el mundo y, en particular a los ingleses, con los que se estaban dando de tortas por todo el globo. No les perdono a estos cabrones lo que hicieron con Fornells: la bombardearon hasta ocupar el castillo, semejante preciosidad de pueblecito costero.
 Don Manuel y yo hemos alertado a al capitán de la escuadra, Don Félix, de otros puntos no defendidos donde la escuadra inglesa podría fácilmente desembarcar a su infantería. Así, hemos pasado grandes noches de vino, asado y rememoraciones en Punta Prima, o en las calas de la zona de Santa Galdana o---aún recuerdo que llevamos mujeres en aquella ocasión---en las playas de Son Bou y Talix. Sí, allí en Talix bebimos hasta perder el conocimiento celebrando el desembarco de la escuadra de Buenaventura Moreno en Cala Mesquida y Alcaufar con los franceses para un sitio de seis meses hasta recobrarle la isla a los pérfidos albiones.
 No, esta noche caminaré solo por las calles de Ciudadela. No, no caminaré solo. Daré la mano a mi querida Adela, la llevaré a la plaza de la villa y, bajo el pórtico la besaré una vez más que mi corazón sangre hasta doler. ¿Cuántos años hace ya de su muerte? Aún hiende el filo de la culpa en mi pecho cuando releo su carta recién zarpados de La Habana camino de Cádiz. En el puente, de noche, con parte del regimiento de infantería Vitoria roncando de ron en sus hamacas, con la triste y volátil luz de un cirio, la impotencia de acudir a su lado mientras mi esposa sucumbe a la viruela como otros tantos cientos de miles en la Península; ella, dama de alta alcurnia que por ayudar a sus vecinos se ve afectada sin remedio; yo, expuesto en los mares a cañones, arcabuces y espadas, a la traición de franceses o ingleses armados hasta los dientes, a sus piratas salvajes, tenía que saber de su puño y letra que moría en casa lentamente y que se despedía de mí, que me esperaba en el cielo con sus ángeles, que el médico de la familia no podía más que reconfortarla amablemente en su tránsito.
 Mis pasos resuenan en la oscuridad de este pórtico, y con ellos mi rabia al saber que un inglesito de esos a los que andamos pegándoles tiros, un tal Edward Jenner, da que hablar en su tierra con un antídoto contra esa plaga, algo que llaman vacuna. Iría ahora mismo hasta Londres para traérselo a Adela. Demasiado tarde, arena ida entre los dedos, el tiempo, la vida, la propia y la ajena en el puente de la Santa Dorotea gimiendo en la oscuridad como un niño desconsolado, el mismo niño capaz de partirle el pecho a un corsario inglés de un estocazo y reventarle el rostro con la empuñadura de la espada pataleando impotente en una noche sin estrellas.
 Sin ir más lejos, esta misma tarde, en las taberna, para escarnio mío, rumoreaban los marineros franceses que el mismísimo Napoleón va detrás de ese antídoto para sus tropas. Y nosotros en guerra contra los inglesitos y su granjero Jorgito III, ese bastardo alemán de Hannover que ya sabe hablar inglés y que se está haciendo con medio mundo gracias a su flota. Van ahora a por Canadá si los franceses no lo impiden...

  Ahí lo dejé. Me entristecía. Miré hacia la piscina. Lady D dormitaba sobre una tumbona junto al agua. Recobré el espíritu al volver a ese tranquilizador aquí y ahora. Una mosca cojonera avisaba ahora: tocaba moverse.
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