«Paradiso»
abre una immensa puerta al intelecto colectivo cubano, un espacio de
tesoros semánticos no comparable a nada en la narrativa isleña:
sintaxis, vocabulario, elipsis, Lezama rompe el estilo con el
cultismo exacerbado, con una poesía fueguina de abuso tropical en
metáforas y oxímorones que llenan las páginas de sensibilidad y
espesura selvática denotando su particular percepción de la vida en
Cuba, con sus gentes, sus paisajes, sus cosas.
Lezama
experimenta con la ruptura narrativa, con la digresión académica y
el brusco cambio del punto de vista que abre ficciones nuevas dentro
de la ficción, que deja al lector varado en otras aguas caribeñas,
repentinamente extraviado.
El conjunto es un enmarañado universo de
neuronas que chispean aquí y allá interconectadas. La frase, a la
manera de Flauvert, es, cada una de ellas, compleja o simple, un
diseño único, elaborado, un fraseo al modo musical que compone un
todo orquestado. Uno pierde el aliento en la falta de puntos, o de
comas, en la engullición de conceptos difíciles que se acumulan: es
la propia respiración del autor, asmático como José Cemí, el
protagonista. Ocurre como con la precipitación narrativa de Reinaldo
Arenas espoleado por el miedo a que vinieran de noche a darle una
paliza y robarle lo escrito.
Hay en Lezama un ansia de compartir sabiduría, de transcribir su entusiasmo por el fascinante mundo del saber, al tiempo que denota la imposibilidad de entregarlo en su totalidad. Crea el autor la densa atmósfera familiar donde vida y muerte se entrelazan palpitantes, toque usted a esa puerta y déjese guiar por ese demiúrgico creador aún si en el complejo entramado que levanta queda usted tan solo como observador incapaz de involucrarse en sus emociones. Ningún reproche, un patriarca generoso y receloso de su creación que de alguna forma le deja al margen de sus retoños, que dificulta en ocasiones las visitas a ciertos cuartos con extraños símiles y vericuetos mitológicos de arduo seguimiento, fantasmagóricos corredores de una magia literaria desbordante, tan lejana a veces de nuestras rutinas que se hace extraña. Lezama destila su sensibilidad creativa como un acto de fe en el ser que trasciende 'lo real', y se hace fuerte en su mundo.
No se debe leer Paradiso como una narrativa al uso. Reposen de su viaje por ese universo poético haciendo frecuentes escalas, dejando el libro aparte repetidamente cuando sientan que carecen de las claves que sólo el autor podría darles si es que las recuerda. Quizá, como Mallarmé, construyó laberintos y mazmorras tan imbricados que ni él mismo, perdida la llave, desperdigadas las miguitas de pan o el hilo del ovillo, sabe volver. En cualquier caso, degusten el torrentoso hormigón irisado de su combinatoria morfosintáctico-semántica. Dosifiquen pues, queridos invitados, su energía, pues las exigencias de este demiurgo y su obra son máximas. Exige mucho tiempo, energía y concentración. Vida y arte, arte y vida, verdadero ejercicio de anti-obsesión, entren y salgan del laberinto, de la vida, conservando su inocencia primordial: todo un arte.
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