viernes, 24 de julio de 2015

La Isla del Recuerdo Ancestral

Mind ecology - Shakti

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 28/7/08
 El atardecer caía en Ciutadella con un manto húmedo que anaranjaba la plaza del Ayuntamiento, sus edificios vetustos reposando en una dignidad que le viene de siglos, de historia. Dos fuentes, junto al obelisco central, refrescan en el silencio de aquella extensión de piedra. Los menorquines se esconden aún del calor. Habíamos parado a saciar la sed tras la jornada de playas, caminos y bosque mediterráneos por la punta noroeste de la isla.
  Esta vez recorrimos las callejuelas históricas que rodean a esa plaza a lo largo del puerto. Estrechas y sombreadas, conservan los dibujos de pueblo antiguo en sus puertas y ventanas de madera, en sus paredes de colores tenues, blanqueados por la lisura de la luz, en los vecinos sentados a la entrada de sus casas con sillas de mimbre respirando el frescor que por fin llega---una viejecita apoya las piernas en el escalón de entrada mientras mira silenciosa hacia el interior apenas sintiendo nuestro paso; otras dos charlan despreocupadas un par de puertas más allá; un padre joven sale con su hijo, libros y sillas en mano a leer a la fresca; un grupo bromea y ríe de puerta a puerta---, en la ausencia de gente y sonidos por revovecos con patios menudos y esquinas angostas donde sólo un sol perpendicular puede acceder, en lo laberíntico de su diseño hasta que converges en la plaza de la iglesia moteada aquí y allá por terracitas y tiendas de productos típicos: bisutería, calzado y alimentos (queso, sobrasada, ensaimadas, gin y vino)...
 Un mercadillo ambulante bajaba con nosotros hacia el puerto. El sol daba de lleno en las terrazas de los restaurantes donde el pescado, las calderetas y los arroces compiten unos con otros, pared con pared, hasta donde el recorrido se adhiere estrecho a la roca haciendo de pantalán para subir a los veleros y lanchas. Al otro lado, un gigantesco ferry traga, uno tras otro, los coches y camiones que parten hacia Mallorca, frente a Ciutadella.
 Pudimos llevarnos una impresión más profunda y amigable de la ciudad que la vez anterior, cuando recorrimos la parte más vulgar y práctica: damos gracias a Ciutadella por su regalo.

  Las calas de Algaiarens están cercadas por pinos y ullastrar que casi llegan al agua. Alejados los coches, andas más de un kilómetro hasta bajar a la playa, la primera cala de las tres o cuatro que componen la bahía. Han dispuesto mesas y bancos de madera a cubierto del sol en el bosque que da entrada a la playa. Es dominngo, la gente come entre los árboles hasta donde se pierde la vista, pero nunca tienes sensación de agobio. A diferencia de las playas peninsulares, excepción hecha de la Costa Brava y la zona de Altea-Javea, la roca agreste y caprichosa es un motivo omnipresente que te regala sus paisajes submarinos, vivos, dinámicos de olas que chocan, de peces solitarios o en zigzagueante abanico multireflectante, de posidonia bamboleándose al ritmo acuático, de claros de arena a los que descender y, de pie en el fondo, intentar penetrar con la vista el fondo oscuro en 360º.



















 La más diminuta de las calas, hacia el este, queda casi cerrada por la multitud de embarcaciones que allí fondean. Se entreve arena rojiza y pinos abocados al mar cuando nadas hacia las rocas.
 Una esfera de fuego, una gran naranja cósmica, desciende sobre la línea de mar. Sentados en la cortante roca, sobre el acantilado, en Biniatram, al sur de Ciutadella, contemplamos junto a unos pocos parroquianos esa fusión de fuego y agua sobre el horizonte. Sin obstáculo visual alguno, sin nubes, sin nada que nos salve de nuestra disolución en esa cópula salvaje de los colores, danza de gasas y mantos azulinos, verdosos, rosáceos sumiéndose en el mar que oscurece. Anuncia la noche, anuncia el día a los congéneres del otro extremo en la rueda que el amor mantiene en movimiento ancestral camino de perfección.

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