la muerte del maestro funda en mí una escuela de perros aulladores sin más ascendencia que la calle. Ubicuas posibilidades toman nombre aquí y allá en el tiempo, más escuelas donde conocerte, cínico observador que asiste a ese desmembramiento de todo un corpus ideológico. Aceptan los perros otros canes vagabundos, adeptos que con sus ladridos propugnen la idea despreciando cualquier variante, su retórica hasta la afonía, cada significante hasta la piedra o ritual vacío, futura obra de teatro, el artificio como mecánica repetición de mi propia naturaleza, pero sin ella
fui tu seguidor con infantil entusiasmo, te creí precedente, quería remontar el tiempo
soy mi propia antítesis considerando la fidelidad a mis enseñanzas, un contra interpretativo generalizando a diestro y siniestro, una subjetiva negación de mí mismo limitando la existencia. Uso conceptos parciales que entre sí se opongan como pequeñas entidades en conflicto. Observo todo atributo predicativo como sujeto que lo produce, fabrico la dicción que en sueños me dicta el entorno. El Ello supuesto genera sus formas, y soy ellas más allá de mi nominalismo, una suerte de desconocimiento que todo contiene con la cruda pureza de una infinita posibilidad donde mi juicio es irrisorio, una absoluta desorientación, sin intelecto, sin moral: la vida es virtud en sí. Tomo modelos y los atomizo, despedazo pensamientos sin más compromiso que un voluble sentido estético, aparente capricho natural al que me pliego de conformidad con sus necesidades. Concibo sentidos transitorios según su inspiración como práctica virtud, un saber conductual y sus formas. Dialogan ellas con su lógica cerrada entre el murmullo de los pájaros, el aullido de los perros
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