quería asentarme en primorosas probabilidades, fundar mi propia ínsula cortando todo istmo dependiente, deshacerme de cualquier mediador y su tendencioso juicio, amurallado enclave a salvo del intruso, lujosa cueva
fui colonia en narcóticas islas, prominente hijo de los baquiadas hasta mi expatriación. Volví a mi isla de partida con nuevo nombre, profunda revisión de mi origen, allí sentado en los riscos de las aves, allí los siglos
recibí el privilegio de los príncipes destronados, la preeminencia baronal que atestiguara los montes como palacios
fuí consagrado a las ortigas de la tierra y el mar, esa anémonas que en las corrientes danzan, a las lagunas y marismas desde las que te llamo
tras recortar los períodos favorables conquisté nuevos palacios, recuperé la prosperidad diezmada en la anarquía personal
fuí la ciudad donde nací con matemático cálculo, el hijo de su polución
maníacos años me enviaban las reliquias de ancestrales idolatrías, los nombres exóticos de extintas metrópolis, santos perdidos en la cueva de algún lejano litoral. Comenzaban cuentos sin normas ocupándome veranos en su asedio constructivo, restauraban de alguna forma mi memoria profunda
voy adquiriendo prontitud en el rechazo de lo inútil, la próspera fundación de una soledad compartida
me ocupan años de trinitaria dinastía, las casas de origen se reinician con nuevas denominaciones, un idioma literario
dices que fui expulsado del conocimiento absoluto, exiliado de la inmanencia para volver error tras error en permanente disputa, recuperar mi pertenencia por los desfiladeros del tiempo a merced de sus espacios
caer es un paso estipulado de los siglos, una permanencia necesaria que traiga la excepción, el asedio constante de lo que te habita, el mismísimo fuego purificador
gobiernan ciertos siglos con supuestos renovados, los descendientes de alguna antigua revuelta de la que ya te retiraste. Llevan su tiranía en las batallas del absurdo derrotándose a sí mismos, invaden tu paz resquebrajando cualquier equidad, te exilian por mantener su farsa. Gélidos gobiernan sin acuse de recibo
me incorporé a las provincias más ordinarias de mi ser, una residencia de hábitos y costumbres con su pretoriana guardia, sus meticulosos cuestores. Se menciona allí la belleza como pírrica exacción, próspera cultura
no fui sometido por la energía más burda, ni descuidé mi animal en el gélido gobierno. Me trasladaba en prácticas conversiones ampliando mi ciudad interior
quedaba mi destino unido a sus formas, una provincia más, una época asimilada, una ilusión de independencia sobre esa unión microscópica
bajo los sucesos hiere la ciudad hierática, derrocado contra lo establecido me revuelvo en mi tiránica república
tras los siglos de los siglos me sigo enfrentando a la guerra penitente, hierática ciudad de la muerte en un marco agrietado. Me sigo aliando con las fuerzas elementales de tan largo alcance, con el ingenio de cada especie por sobrevivir: tomo mi ciudad en su nombre
acusa mi prontitud su extensión sobre tierra firme, va fundando veces de total control, adquiere rostro la ciudad
es mi lucha antigua ciudadanía comprometida ante el gélido gobierno, me llevan los días con un orden que me sobrepasa, y me vuelvo a retirar: es época de riqueza interior
me he ido colonizando con fértiles eras visionarias, zonas del ser pobladas por tolerantes tribus, sutiles presencias del crecimiento haciendo próspera la existencia. He ocupado islas de tiempo aparte donde reinar dionisíaco, donde llegar al ser en cualquier estado
me defendí hasta el absurdo, tenía guarniciones en cada rincón de la casa, comandaba expediciones por rendir argumentos, bloquear con dureza, sitiar ejércitos de palabras con hipócrita falacia, atacar flotas enteras de consensuadas razones ocupando sus puertos de salida. Rechazaba líneas enteras de pensamiento troceándolas como carne picada, degustando causas como epidemias de la mente, mis alocadas tropas dialécticas procurándose los más variopintos refuerzos. Y me retiro de nuevo a la ciudad hierática sin mis mercenarios, de tanto batallar rendidos. Veo danzar las anémonas en la corriente dulce, acaricia mi mano las ortigas de tierra firme, una riqueza inexpugnable que nada puede saquear. A su saber me rindo
produje islas a las que llevar mi cacharrería mental en costosas expediciones, donde obtener pequeñas victorias sobre mí mismo. Partía de pequeños puertos civilizados soltando lastre en el avance, retirando apesadumbrados inviernos en islotes de paso. Desembarcaba primaveras, la fuerza de la tierra ocupándome. Allá dejaba mis guarniciones ante cualquier posible asedio de la obsesión de turno, sin murallas, claro. Venían sus flotillas como quien no quiere la cosa hasta ser sitio, sorpresa, la aparente incomunicación
contra lo establecido restablecía mi democracia interna apartando del poder cualquier aspecto tiránico sin dejar de reconocerlo en mí. Acogía incluso aspectos ocultos con los que afrontar el tiempo (el asedio podía prolongarse). Esta suerte de exilio es una forma de ayuno social sin escapatorias, una pequeña revolución interior, la mano sobre las ortigas. Entregaba la ciudadela antigua a los espíritus, tomaba posesión del nuevo ámbito, doméstica demolición del tiempo lineal. En su lugar se alojaba una justicia transpersonal
me doy cuenta de mi necesidad de espartanos refuerzos, salvajes ancestros erigiéndose en la niebla, abasteciéndome de savia y sol dorado, de mi posición en el cosmos, de claves místicas con que afrontar la pérdida. Me abandono a la envolvente parálisis sin ataque ni defensa, una imparcialidad que parece destruirme, tan poco práctica
el viejo y su hijo se suceden en mutua rebeldía, abren las puertas de su percepción a un círculo que se agiganta, danzan las anémonas en sinuoso flujo hambrientas de vida
solo queda una rápida mirada al valle, al paso atravesado y el contingente de rocas que seguir me impedía. El entonces te dirige hacia los ríos hermanos donde deponer las dialécticas armas, donde conmemorarte en el festival de la vida
años dulces como golosinas venían heraldos haciéndome amo de mis islas sin alarma alguna, se hacían dorada ortiga en danza con el viento, residencia dionisíaca donde la línea entre vida y muerte se diluía, un saber que a hurtadillas se retiraba: no había murallas que asaltar, si acaso algún suburbio que mejorar. Cualquier forma de asedio se hacía mar por el que mi flota de vientos soplaba, secreto tratado conmigo mismo, bendita alianza, primorosa posibilidad
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